Gordon Brown ha sido noticia simultáneamente por las acusaciones de que maltrata a sus subordinados más allá de la violencia física y por llorar ante las cámaras de televisión, al evocar la temprana muerte de su hija en una entrevista sobre su vida íntima. Por supuesto, su dimensión de ogro ha resultado más creíble que sus esfuerzos lacrimógenos por humanizar las aristas de su perfil. Las revelaciones sobre su conducta al borde del matonismo –se investigan las presuntas denuncias del personal de Downing Street– están contenidas en un libro de Andrew Rawnsley, periodista del prolaborista The Observer que decreta, sin embargo, que The party is over, jugueteando con el final del partido y de la fiesta. Es decir, el autor prolonga en el actual primer ministro la traición a los principios progresistas perceptible en las doctrinas diseñadas por Tony Blair, al tiempo que vaticina la pérdida del poder.

Brown se creía absuelto por las lágrimas televisivas, pero ha tenido que salir en defensa de su carácter volcánico. La política es un deporte de contacto, pero las portadas con el titular "Nunca he pegado a nadie" suponen una novedad en el catálogo de desmentidos a cargo de gobernantes europeos. En su contraataque, el primer ministro británico ha limitado daños al admitir que en algún momento pudo "arrojar los periódicos al suelo o algo así". Curiosamente, maltratar periódicos es una forma tolerada de indignación, pero ningún político admitiría que lanzó un ordenador contra la pared al contemplar una noticia molesta vía internet, dada la sacralidad de la red. Sin embargo, las arremetidas al mobiliario vienen documentadas en In the loop, probablemente la película más divertida de la historia sobre las interioridades del gobierno británico.

Mientras Brown arrojaba periódicos con una mano, tenía la otra al alcance del botón nuclear. La imagen produce cierto escalofrío, hasta que se recuerda que ocurre en el mismo planeta gobernado durante ocho años por George Bush. El presidente estadounidense también superaba en buen humor a un primer ministro británico cuyo semblante serio atemoriza a sus conciudadanos y cuya situación empeora cuando intenta sonreír. Sin embargo, la irritación del político escocés se desborda porque se le considera un mero apéndice de su predecesor, un remedo de John Major tras el esplendor de Margaret Thatcher. Por contra, Tony Blair encarna al político desbordante de simpatía, excepto quizás para los miles de iraquíes liberados a muerte para desalojar a Sadam. En el país asiático radica el pecado que todavía purgan los laboristas, al escenificar que estaban más cerca de la ultraderecha americana que de la izquierda europea.

Durante el ascenso del nuevo laborismo, Blair y Brown se repartieron el poder, con un pacto de sustitución que fue incumplido por el primero. Para la historia quedará la sospecha de que se relegó al gobernante mejor dotado –al igual que en la primera edición de los Clinton, en los Sarkozy, en los Obama y en los Borbón/Ortiz–. Cuando llegó su momento, el actual primer ministro quiso desmarcarse de la época anterior, apelando a su "compás moral". Con los indicios de un comportamiento desacompasado, cabe imaginar el regocijo del multimillonario Blair ante las tribulaciones de quien pretendía superarle.

El pecado original de Brown es la timidez. Quiso vencerla con la entrega de su privacidad a las cámaras y fue acusado del pecado opuesto. Comparte la deriva despótica con otras figuras muy amadas por el gran público –por ejemplo, con Woody Allen–. El análisis de su brusquedad ha desbancado el análisis de la ofensiva en Afganistán o los riesgos de una recaída en la recesión. Con su visión limitada a un solo ojo tras un accidente, el primer ministro británico poseído por la furia ha sido acusado del pecado opuesto de Zapatero. Frente a la improvisación frívola del segundo, la rigidez dogmática del primero.

La discusión del carácter de Brown se produce cuando los márgenes con el partido conservador encogían hasta sólo seis puntos, después de meses en dobles dígitos. El viraje es un precedente de lo que puede ocurrir en España, si el PP exhibe la misma fragilidad que los sindicatos. También Major ganó unas elecciones antes de hundir a los conservadores, pero Brown puede engrosar la lista de gobernantes caídos porque no supieron disimular su inteligencia.