Opinión

Alfageme como paradigma de las ayudas públicas

Editorial

La mítica conservera viguesa Alfageme atraviesa sus horas más difíciles de su centenaria historia. Se encuentra, dicho en pocas palabras, al borde de la desaparición, lo que ocurrirá desgraciada e inevitablemente a no ser que de forma inmediata algún empresario acepte tomar las riendas de una empresa que languidece en manos de sus actuales dueños.

Los 350 trabajadores de sus cuatro plantas –Vigo, O Grove, Vilaxoán y Ribadumia– mantienen una lucha titánica a contra reloj para intentar salvar sus empleos. En su opinión la solución pasa inevitablemente por apartar de la gestión al actual propietario de la firma. La Xunta sostiene también que, de entrada, cualquier plan de viabilidad está condenado al fracaso sin ese cambio de titularidad.

A día de hoy, el objetivo parece una misión harto difícil, pues ninguno de los contactos mantenidos con empresarios del sector ha fructificado. Y, además, cada día que Alfageme pasa sin actividad sus posibilidades de volver a entrar en el mercado se reducen.

Lo que ocurre con Alfageme no es un caso aislado, por desgracia para la economía gallega. Más allá de sus circunstancias específicas, refleja una situación extensible a otras muchas empresas que nacieron de la mano de grandes emprendedores y crecieron gracias a su enorme capacidad de sacrificio y visión de futuro; fueron luego mantenidas por sus primeros herederos pero, con el paso de las generaciones, entraron en crisis víctimas de su incapacidad para adaptarse a los tiempos. Así hasta terminar en manos de propietarios que, ajenos al sector, han visto en ellas oportunidades de negocio relacionadas, en la mayoría de las ocasiones, con intereses inmobiliarios, como parece ser el caso que nos ocupa. El estallido de la "burbuja inmobiliaria" y la consiguiente crisis económica se han encargado del resto.

Alfageme es un caso paradigmático de este devenir. Fundada en 1873 por Bernardo Alfageme, la más antigua de las conserveras españolas llegó a convertirse en una de las más grandes. En 1928 empieza a construirse su joya arquitectónica en Tomás Alonso, todo un emblema de su esplendor fabril. La matriz da paso a nuevas factorías en la provincia y con ellas llegan los años de apogeo, hasta caer en la decadencia. Es la historia de muchas conserveras gallegas. En este caso, los últimos Alfageme vinculados al negocio terminan por vender la empresa en 2006 a Inversiones Louredo y a continuación pasa a manos del grupo inmobiliario vigués Promalar, que también adquiere las conserveras Peña y Marsac.

Para relanzar la empresa, los actuales propietarios pretendían obtener 100 millones de euros con la venta de los solares que ocupan sus fábricas asentadas en terrenos recalificables al borde del mar, como es el caso de los de Vigo y O Grove, y recolocar a parte de sus empleados en las de Vilaxoán y Ribadumia. Pero esos planes se han revelado como una mera quimera. La realidad es que ahora no hace frente al pago de las nóminas ni a la compra de materia prima, y, además, por el camino se han perdido más de 30 millones de euros en avales concedidos por la anterior Xunta.

Reclamar más dinero al Instituto Galego de Promoción Económica (Igape), como se está haciendo, sin aportar antes un plan de empresa viable, no es la solución. Porque en esto, en el recurso a las ayudas públicas sin más, Alfageme también es un caso paradigmático del modo de proceder de esa parte, afortunadamente minoritaria, de la clase empresarial gallega que parece guiarse por el principio de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas.

Decenas de empresas han acudido en los últimos meses al Igape en busca de una tabla de salvación similar a la que busca Alfageme. Es lógico, así pues, que el instituto gallego de promoción exija a cambio de esas ayudas planes de empresa razonables, con un mínimo de garantías de solvencia y compromisos de capitalización, como lo es que, en justa correspondencia, el Igape las conceda o no en base a criterios objetivos, sin sectarismos ni favoritismos, y siempre bajo la premisa inexcusable de una trasparencia total en el uso que hace de los ingentes recursos que todos los gallegos han puesto en sus manos. Por eso, por ser de todos los gallegos, tienen derecho a saber cómo y por qué se otorgan esas ayudas.

Lo ocurrido con los avales concedidos hasta ahora a Alfageme –casi 4.000 millones de las antiguas pesetas, conviene recordarlo– demuestra hasta qué punto un proceder errático en el reparto de las ayudas puede, lejos de actuar como un verdadero salvavidas empresarial, convertirse en un lastre irremediable. Con el agravante, además, de que nadie paga nunca por ello, salvo esos cientos de trabajadores que ahora ven cómo peligra el sustento de sus familias. Ellos son quienes hacen que Alfageme se merezca una oportunidad.

La actual Xunta acaba de avalar un nuevo crédito de 1,2 millones al grupo conservero para el pago de nóminas, al tiempo que condiciona cualquier ayuda más al citado cambio de propiedad y a un plan de futuro que, pactado por empresa y trabajadores, de credibilidad al proyecto empresarial y obtenga el apoyo de los bancos.

Y esas, la solvencia y la viabilidad futura, deben ser las condiciones inexcusables para que las ayudas públicas, por mínimas que sean, puedan llegar a las empresas. Por contra, alimentar artificialmente con dinero de todos una empresa sin futuro no sólo supone dilapidar los escasos recursos públicos existentes sino condenar el futuro de otras que tal vez son una mejor alternativa para crear o garantizar puestos de trabajo.

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