Más anciana que nunca, esta vieja tribu de Breogán estaría llamada a convertirse en un gran parque geriátrico al aire libre si se cumpliesen los vaticinios que acaba de formular el Instituto Nacional de Estadística. Y es que antes de que pasen diez años -pasado mañana, como quien dice--, el número de gallegos en edad y acaso disposición de trabajar se habrá reducido a sólo un 40 por ciento: exactamente la misma proporción de los que para entonces estén ya jubilados.

Dicho de otra manera, cada trabajador en activo deberá sufragar con su faena la pensión de otro ya retirado. Pero no sólo eso. Los contables del INE profetizan también que la natalidad, ahora ya por los suelos, caerá todavía un veinte por ciento más, de tal modo que en apenas una década el tamaño del pueblo gallego habrá encogido en unos 84.000 habitantes.

Si semejante estropicio demográfico se produce en el breve ciclo de una década, mucho es de temer que Galicia haya entrado en vías de extinción y ya sólo tenga la esperanza de sobrevivir en la diáspora, como el pueblo hebreo.

Nos queda, si acaso, el consuelo de saber que los ominosos augurios del Instituto de Estadística son exactamente eso: una predicción tan azarosa como cualquier otra. Ya se trate de la evolución del censo o del cambio climático, la experiencia ha demostrado que los científicos son mucho mejores para constatar la evidencia del presente que para hacer pronósticos de futuro. Ahí les ganan por la mano Aramis Fuster e incluso la Bruja Lola con sus infalibles velas negras.

Los augures del INE, por ejemplo, erraron notablemente en anteriores cálculos sobre el crecimiento de la población española. Allá por 1991 cifraban con extraña exactitud en 41.793.046 el número de habitantes que tendría esta parte de la Península en 2017; pero lo cierto es que llegado ese año el padrón rondaba ya los 45 millones. Ejemplarmente autocríticos, los técnicos admitieron que no habían tenido en cuenta la variable de la inmigración que a partir del año 2000 engordó en casi cinco millones de nuevos ciudadanos el vecindario de España.

Si nadie pudo adivinar a principios de los noventa la llegada del boom del ladrillo y el consiguiente tirón migratorio, tampoco hay por qué tomarse al pie de la letra las previsiones de ahora. Bien pudiera ocurrir, pongamos por caso, que se descubriese en los próximos diez años el yacimiento de petróleo que con tanto ahínco mandó buscar tiempo atrás en la costa gallega el entonces monarca Don Manuel. Si tal sucediese, el hechizo del oro negro atraería a Galicia un crecido número de inmigrantes que sin duda ayudarían a enderezar su descangallada pirámide de población.

Queda también la posibilidad -infausta a todas luces- de que los estadísticos del INE acierten en su pronóstico y la población de Galicia entre en caída libre. Mejor no imaginarlo. Tendríamos de aquí a nada un país anciano, reumático y quejicoso, dependiente de las leyes de dependencia y azotado por la artrosis y demás alifafes propios de la senectud. Una especie de reserva jurásica sin un Spielberg que la inmortalizase en la pantalla.

No es seguro que los menguantes recursos de la Seguridad Social alcanzaran a cubrir la demanda de una Galicia tan achacosa como la que nos pintan las estadísticas para dentro de diez años. Pero no conviene desesperar.

Puestos a ser optimistas, la anunciada despoblación de Galicia bien podría ser una oportunidad en lugar de un problema. Cuantos menos seamos, a más tocaremos: de tal modo que habrá más viviendas para repartir, más empleos disponibles, menos colas, mejores servicios y, si la declinación del censo continúa a su ritmo actual, hasta es posible que en pocos años se resuelva por sí solo el problema de las listas de espera en los hospitales. Sólo falta saber quién pagará la factura, pero tampoco vamos a entrar ahora en esos detalles fastidiosos.

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