Caliente todavía el caso de Don Vito y El Bigotes que tanto aflige al partido conservador, ahora han comenzado a caer también como uvas en tiempo de vendimia algunos alcaldes del bando progresista. Y ya puestos, ni siquiera escapan a la atención de los jueces otras personalidades de ideas nacionalistas que en su día desempeñaron tareas de poder en algún reino autónomo. Igualados por el amor al dinero, que no entiende de ideologías, los políticos en general empiezan a adquirir un inquietante y acaso injusto aire de presuntos forajidos o, cuando menos, de gente digna de toda sospecha.

Se trata de una mera impresión, naturalmente. Por más que el poder judicial esté entrando a saco en partidos y alcaldías, habrán de ser muchos más sin duda los gobernantes que manejen con escrúpulo los caudales públicos a su cuidado. La honradez, como el valor al soldado, hay que suponérsela; de tal modo que por cada (presunto) corrupto que sale en los papeles y telediarios es lógico que existan cien políticos de conducta intachable.

No obstante, la sucesión de detenciones a babor y estribor que se está produciendo durante las últimas semanas –en Galicia, en Cataluña y en casi cualquier parte– traslada al personal de infantería ciudadana la imagen de una España aparentemente convertida en trasunto político de Sodoma y Gomorra. Algo así como lo que decía en una famosa estrofa de su tango "Cambalache" el maestro Santos Discépolo: "Vivimos revolcados en un merengue y en el mismo lodo todos manoseados".

La culpa no es del tango, por supuesto. Más bien, la idea de que todos los gobernantes sin distinción van a lo suyo y apenas hay alguno que salga del cargo más pobre de lo que entró ha sido creada por los propios políticos. Son ellos quienes han popularizado el latiguillo: "Pues tú, más", con el que invariablemente responden a las acusaciones de sus adversarios. Tanto se han reputado de corruptos los unos a los otros y los otros a los unos que al final buena parte de la ciudadanía ha acabado por darles la razón a todos. Si ellos lo dicen, algo habrá.

Seguramente fue un error de cálculo. Esto de usar la honradez propia y la segura inmoralidad ajena como argumento político podía funcionar –y de hecho funcionó– hace treinta años, cuando la mayoría de los partidos así de izquierda como de derecha carecían aún de experiencia de gobierno. Quiere decirse que no habían tenido tiempo ni ocasión de sufrir las asechanzas casi carnales que tientan a quien dispone del poder, los presupuestos y el lápiz de recalificar terrenos. En tales circunstancias, cualquier político sin anterior mando en plaza podía presentarse fácilmente como adalid de la pureza y el decoro.

Tres décadas después, todos los partidos han gobernado ya y apenas hay alguno –si lo hubiera– que no acumule a su espalda un más o menos voluminoso expediente de irregularidades, por así decirlo, en lo tocante a la gestión. Incluso las formaciones minoritarias y en apariencia más exigentes desde el punto de vista ético no tardaron en aprender el arte de montar chiringuitos y empresas amigas que forma parte de los hábitos de la gobernación en España (y no sólo aquí, naturalmente).

Tal vez un poco tarde y bajo el apremio de los jueces, los profesionales de la política empiezan a caer ahora en la cuenta de que airear la corrupción –del de enfrente, claro está– es un mal negocio para todos en la medida que denigra la imagen de su oficio a ojos de la ciudadanía votante. Mejor les iría, desde luego, si se hubiesen aplicado la vieja, sabia y solidaria máxima que aconseja a los fantasmas no pisarse las sábanas entre ellos. Pero quia. Lejos de acogerse a tan sensata conseja, todos los políticos –ya fuesen de izquierda, derecha o mediopensionistas– se han dedicado con fruición a hurgar en la porquería que pudiera haber bajo la sábana del enemigo. Y ahí andan, revolcados en el merengue.

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