En 2003, el director de cine brasileño Fernando Meirelles deslumbró y desconcertó al mundo con su película Cidade de Deus. El deslumbramiento procedía de su fuerza narrativa, del ritmo asombroso que, a caballo del rap, del funk, de sambas clásicas como Alvorada o del rock del malogrado Raúl Seixas, imprimió a las vivencias de personajes inolvidables como Buscapé o Mané Galinha; el desconcierto, en un público que sin duda había oído hablar de los problemas de violencia en las favelas de Río de Janeiro, pero que se preguntaba si la película exageraba o se limitaba a exponer la cruda realidad. Algunos años después, parece claro que, si de algo adolece Cidade de Deus, es de quedarse corta. Miles de policías ocupan desde hace una semana algunas de las favelas cariocas, luchando a sangre y fuego contra grupos de narcotraficantes que, como Comando Vermelho, hace tiempo que dominan ciertas zonas de la ciudad. El nivel de agresividad y arrojo de estos maleantes llegó al punto de abatir un helicóptero de la Policía Militar, provocando la muerte de dos de sus ocupantes. Las imágenes de la aeronave envuelta en llamas fueron retransmitidas por televisiones de medio mundo, generando un apasionado debate sobre la idoneidad de haber concedido a Río, en detrimento de Madrid, los Juegos Olímpicos de 2016. Muchos creen que el grave problema de seguridad de la ciudad podría verse, incluso, incrementado por la afluencia de miles de visitantes con motivo de las competiciones deportivas. Razones no les faltan, pero se antoja una visión miope. En primer lugar, es de justicia haberle concedido los Juegos a Río de Janeiro, la ciudad más bella y emblemática de América Latina. En segundo lugar, basta poner un pie en ella para darse cuenta de que nada tiene que ver con aquella urbe de sosiego provinciano y noches de bossa nova evocada por Antonio Carlos Jobim y Vinícius de Moraes, pero sigue desprendiendo ese magnetismo y esa fuerza irresistibles. Río, en cierto modo, es una metáfora de todas las bondades y defectos de América Latina, una síntesis de la violencia y la degradación moral que crecen y se hacen fuertes en la miseria. Por ello, la aparición de los Juegos en el horizonte puede convertirse en el acicate que necesitaba Brasil para abordar de una vez por todas la definitiva y eternamente demorada solución a ese problema. Salvador de Bahía ya logró el milagro en su barrio del Pelourinho, donde hace veinte años no entraba ni la Policía y hoy, Patrimonio de la Humanidad, es visitado por millones de turistas. Brasil entero, en rigor, lo está haciendo cada día en todo su territorio, aupando a una estable clase media a amplios sectores de la población antes marginados. Así que, ahora, y con los Juegos Olímpicos en perspectiva, quedan las malhadadas favelas de Río. Transformar la llama del helicóptero ardiendo en la llama de la antorcha olímpica: ese es el reto, más que deportivo, histórico al que se enfrenta la ciudad de la bahía de Guanabara cuya belleza dejaba sin aliento a los navegantes y exploradores que fondeaban en ella. 2016. Quedan algunos años por delante y es arduo el camino, pero quizá lo ocurrido esta semana no sea otra cosa que el pistoletazo -nunca mejor dicho- de salida.