Dos hechos de nuestra política exterior (el encuentro entre Obama y Zapatero y la reciente visita a Cuba, sin contactos con la disidencia, del ministro Moratinos) revelan que, desde la retirada de Felipe González, las relaciones externas españolas siguen teñidas de una mezcla de delirios de grandeza e ideologización.

Con Aznar, en pleno "desarrollo", se quiso romper con la "dependencia francesa" y fuimos del brazo angloamericano (como evidenció la guerra de Irak). En un arrebato de arrogancia/complejo de inferioridad se solicitó que, dado "nuestro peso económico" (era pronto para denunciar la vulnerabilidad del mismo, basado en el ladrillo y las ayudas europeas, como le recordó el ministro de Economía alemán a un soberbio Rodrigo Rato en una reunión), España debía entrar en el G-7. No hicieron el ridículo de admitirnos.

Con Zapatero, también hubo delirios ("nuestra economía está en la Champions", "pronto superaremos a Francia") y se acentuó la ideologización: sin relaciones con Bush y con adoración al progresista Obama (pese a que, en EEUU, la izquierda no existe: sólo hay centristas –Demócratas- y derechistas –Republicanos). Esta ideologización lleva a contemporizar con regímenes de "izquierda": caso de Cuba, hasta el punto de promover un acuerdo de asociación entre la isla y la UE, que rompa la posición común de 1996, donde se exigía la evolución a la democracia y el respecto a los derechos humanos; o como en Honduras, al pedir el regreso al poder de Zelaya, aunque buscara garantizarse una reelección permanente "a lo Chávez".

Frente a unos y otros, quizá empieza a ser hora de recordar la frase de Lord Palmerston y aplicarla a España: "Gran Bretaña no tiene amigos ni enemigos permanentes, sólo los intereses lo son".