No se entiende muy bien que los circuitos turísticos de Compostela ignoren el parque de San Domingos de Bonaval, pero pensando en que eso sirve para preservar su peculiar identidad, semejante indiferencia es algo que sin duda se agradece. Otos parques compostelanos son más grandes y también más frondosos, facilitan el paseo y el descanso de la gente mayor o el bullicio de los niños, pero ninguna de las magníficas zonas verdes de Compostela, acaso ninguna de las de Galicia, produce en el visitante las profundas emociones que suscita el recinto en el que muchos todavía recordamos con frescura el trazado de aquel viejo y romántico cementerio municipal tendido como una favela de musgo y mármol en la ladera de una suave colina rematada en parte de su perímetro por un amurallamiento desde el que se contempla un hermoso paisaje de monumentales chimeneas de piedra y viejos tejados vencidos por el imponderable peso del tiempo, y en muchos casos, por la tenaz mordedura del abandono. La clausura del cementerio y su conversión en parque supuso sin remedio la desaparición de las castañeras que vendían su mercancía en el día de Santos, pero quien visite Bonaval se dará cuenta de que el provechoso e inteligente cambio urbanístico ha conservado intacto el sepulcral y umbrío microclima de un lugar en el que mi siempre me parece que es el único sitio de al ciudad en el que incluso en verano arden mal los cigarrillos. Uno tiene a veces la impresión de que en la zona más sombreada del parque, al amparo de los muros del viejo monasterio dominioco el suelo del parque rezuma al pisarlo, como si fuese requesón, la saliva freática de los trajeados muertos de entonces. El arquitecto y urbanista que planificó la zona preservó en el diseño del parque las tandas de nichos que le dan al recinto un carácter al mismo tiempo sereno y sobrecogedor que inspira en los visitantes el mismo recogimiento que supongo yo que sentirían al recorrer en Birkenau o en Auchswitz los expresivos vestigios del exterminio. Mi deliberada y terapéutica reclusión social me ha alejado de los recorridos urbanos de Compostela, pero supongo que Bonaval conserva intacta su fuerza disuasoria de la masificación y del ruido en los niveles de cuando lo frecuentaba y pude comprobar que aquel era el único parque en el que la gente disfrutaba sin perder de vista el placer de su tristeza, un lugar diferente y expósito en el que el agua silvestre se descolgaba en trenzas por las veredas y por las paredes con sordo alboroto de huesos y en el que ni siquiera al incordiarlos ladraban los perros. Entonces no amaba el jazz tanto como lo amo ahora, pero supongo que la incertidumbre musical que sentí hace tantos años al recorrer el parque constituía el presagio del inminente descubrimiento de Chet Baker, aquel tipo genial, vanidoso y maldito que aprovechó su trompeta para interpretar “Almost blue” como solo puede hacerlo alguien en cuyos pulmones la mitad del aire es una inquietante mezcla de grisú, desencanto y “speed ball”. En “When the leaves come falling down” el formidable Van Morrison recrea la imagen playera de aquel Chet Baker joven y exultante que quemaba las últimas existencias de su inocencia jugando con las chicas al atardecer en el arenal de Malibú, pero si conociese Bonaval estoy seguro de que no le importaría suscribir una ficción en la que, condenado sin remedio al fondo de su melancolía irreversible, el trompetista interpretase ese “Casi triste” sentado con las piernas cruzadas en la pendiente verde de ese parque en cuyas hondonadas yo creo que se dan de vez en cuando unas extrañas flores silvestres y ateridas en las que la primavera tanto se parece a la muerte.

jose.luis.alvite@telefonica.net