Aunque se me haya intensificado de treinta años a esta parte, he arrastrado durante toda mi vida la sensación de que por muy hermosa que resultase en el puntual momento de sentirla, no habría una sola emoción que no saliese ganando a medida que el tiempo la convirtiese en un vago recuerdo. La contemplación de la vida como algo que sólo se consuma cuando ya no cabe más demora me ha servido sobre todo para que los sucesivos errores cometidos no me acarreasen al instante los correspondientes remordimientos, y también para convencerme, siquiera fuese de manera interesada, de que no habría en mi existencia un solo fracaso que al cabo de los años no pudiese la memoria convertir en una anécdota indolora, o en el difuso antecedente de un remoto malestar artístico que llegado el momento ya no sería en absoluto insuperable, algo así como quejarse a gusto de la herida cuando de la llaga quede apenas a la vista, como una jerga testimonial, la arácnida caligrafía de la cicatriz. Siempre he creído que esa actitud constituía en cierto modo la incipiente larva de la literatura, aunque no puedo negar que en la demora de las responsabilidades consiste también la cobardía. De regreso de un viaje por Arousa ayer mismo reduje la velocidad del coche para no perderme el cielo fucsia en la caída del sol, pero sólo cuando arrimé al arcén y cerré los ojos pude percibir con absoluta claridad la sensación de que incluso la flagrante realidad resulta más inolvidable si en el acto de contemplarla interfiere prematuramente el recuerdo, de tal modo que la imaginación le añade al espectáculo los matices de los que en ese instante es incapaz la Naturaleza. En una ocasión parecida y en un viaje como el de ayer, en el momento del crepúsculo detuve el coche, prendí un cigarrillo, avivé la voz de Van Morrison cantado "When the leaves come falling down" y contemplé durante un rato la puesta de sol reflejada en el escaparate de una funeraria. Aquella conjunción de la belleza con la fatalidad me hizo sentirme como pocas veces me había sentido antes. Supongo que el recuerdo de aquella imagen constituye para mí la idea de que la vida puede resultar más hermosa, auque sea también más inquietante, si se sabe contemplar la propia existencia como algo que cobra su significado más sutil en el sublime momento en el que realidad y la expectativas amainan juntas en el escaparate de una de esas funerarias en las que incluso la eternidad parece una paupérrima pero agradable conquista provinciana. Aquella tarde me pareció que por la natural refracción del vidrio el tiempo pasaba más lento en el escaparate, tan lento como supuse que pasaría en la demora de un recuerdo puntual y primerizo, y como yo lo evoco ahora, permanecí frente a la funeraria hasta que en los tiradores de los féretros quedó apenas un aliento de luz caldosa y mezquina. Después reanudé la marcha y de regreso en Compostela anoté algo que he vuelto a sentir muchas veces desde entonces: "La existencia es infinitamente más angustiosa, pero también sin duda más hermosa, cuando las gaviotas del crepúsculo se vuelven cuervos al reflejarse en el escaparate de la funeraria". Supongo que es como cuando el tren que te lleva se cruza en la penumbra del andén con el tren que retrocede y ves el interior de tu vagón rezagándose hasta perderse su reflejo en las ventanillas del furgón de cola del otro tren. En saber disfrutar el breve instante en el que se mezclan en el atardecer los viajeros y los trenes supongo yo que consiste ese desdoblamiento emocional entre lo que se fue y lo que nos espera, como cuando la muchacha pobre se redime de su decepcionante realidad mientras contempla su imagen reflejada, como una ósmosis de iridio, en el escaparate de la joyería.

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