Titubeantes al principio y sobrados de confianza después, los presidentes del Gobierno español suelen evocar al Paco Martínez Soria de “La ciudad no es para mí” cuando les da por salir del pueblo (es decir: de España) para viajar a la Metrópoli y soltarse el pelo de la dehesa. El mundo no es para ellos.

Lo demostró años atrás el conservador Aznar cuando fue invitado por George Bush a su rancho de Texas y lo hace también ahora el socialdemócrata Zapatero, que el otro día ingresó en la Casa Blanca de Obama con el aire arrebolado de un niño que va a recibir su primera comunión.

La proximidad al césar Bush obró enigmáticos cambios de conducta en Aznar, como bien recordarán los lectores más memoriosos. Al cabo de sólo una noche en los dominios de su anfitrión, el entonces primer ministro español rompió a hablar con acento entre tejano y mejicano, pero aún habría más motivos de asombro.

Alentado por la campechanía de Bush, el jefe del Gobierno no tardaría en poner confianzudamente los pies sobre la mesa, en compartir puros con el rey del mundo y en alardear incluso de sus proezas atléticas. Aznar parecía haber llegado a la convicción de que formaba ya parte de la selecta peña que decide los destinos del planeta. Y luego pasó lo que pasó en las Azores, claro.

Algo semejante está ocurriendo ahora con el sucesor de Aznar en el cargo. También Zapatero cree mantener una relación privilegiada con Obama, hasta el extremo a todas luces exagerado de equiparar al presidente norteamericano con un socialdemócrata. Verdad es que a Zapatero no se le ha pegado -como a su antecesor-- ninguno de los variados acentos de América, pero lo cierto es que su irrupción en la escena internacional recuerda no poco a la de Aznar en su día. Los dos se pusieron a arreglar el mundo en su segundo mandato y ambos han tomado como referencia -lógica - al gerifalte al mando de la Casa Blanca.

También hay diferencias, como es natural. Mucho menos belicoso que Aznar, Zapatero se ha estrenado con una recepción en Washington seguida de una gira de paz por las conflictivas tierras de Oriente Medio. No es seguro ni siquiera probable que vaya a conseguir algo más que buenas palabras, pero al menos tampoco hay riesgo de que desate una guerra. El peso de España no da para tanto.

Una regla no escrita sugiere, en efecto, que los gobernantes valen lo que valgan sus países en el mercado internacional de influencias. El poder de Bush no se derivaba de su personalidad o de los talentos que acaso tuviese ocultos, del mismo modo que la mayor inteligencia de Obama no es la razón por la que todos le hacen cucamonas y le otorgan el premio Nobel de la Paz con carácter preventivo. Obviamente, la jerarquía la da en este caso el cargo de césar de la moderna Roma con capital en Washington.

No sucede lo mismo con los presidentes españoles, desde luego. La influencia de España y por tanto la de sus gobernantes es la que corresponde a una potencia subalterna dentro del concierto --o más bien desconcierto-- mundial. Primero está Norteamérica, luego nadie, después las tradicionales potencias europeas y asiáticas y, por último, las economías emergentes agrupadas en las siglas BRIC: Brasil, Rusia, India y China. Sólo en el siguiente escalón aparecería España, potencia de medio pelo que aun estando en crisis puede exhibir cierta robustez económica y, sobre todo, una situación estratégica en el mapa que la asimila en importancia a Turquía.

Lejos de entenderlo así, los presidentes españoles -sean de izquierda o de derecha- suelen descubrir el mundo y la pólvora a los pocos años de llegar al poder. De ahí que Aznar y Zapatero, tan distintos, hayan coincidido en lanzarse a los caminos del mundo cual quijotes convencidos de poder deshacer cualquier entuerto que haya por ahí. A veces recuerdan a Paco Martínez Soria, pero tampoco se puede estar en todo.

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