Fiel a su política de transparencia, el Gobierno ha dado a conocer en el BOE las propiedades de sus ministros: y el resultado aparente es que casi carecen de ellas. Salvo tres que superan el millón de euros, los demás miembros del Consejo se mueven en un modesto arco que oscila entre los 30.000 y los 150.000. El propio presidente Zapatero no pasa de los 209.000 euros, que se quedan en 120.000 –apenas veinte millones de pesetas– una vez descontadas sus deudas pendientes de liquidación.

Sorprende y en cierto modo enternece saber que la mayoría de los ministros tienen un patrimonio inferior al de muchos de sus conciudadanos.

Habrá quien se pregunte cómo es posible que ahorren tan poco, teniendo como tienen un sueldo más que razonable, dietas, desplazamientos gratuitos y –en algunos casos– vivienda a cargo del contribuyente. La explicación es fácil. Los ministros y el propio Zapatero se aplican sin duda el consejo del presidente, que en diversas comparecencias públicas instruyó a los españoles sobre la necesidad de consumir –cuanto más, mejor– para que la economía cobre dinamismo y salga de la crisis. De acuerdo con esta hipótesis, que puede ser cierta o no, el Consejo de Ministros sería tan manirroto con su peculio personal como sus adversarios dicen que lo es en el manejo de los caudales públicos. Y así no hay quien ahorre para edificarse un patrimonio, claro está.

Otra teoría a tener en cuenta es la que sugiere que en materia de dinero y santidad, los españoles suelen contar la mitad de la mitad. Si esto fuera así, habría que multiplicar por cuatro el patrimonio declarado de los ministros, con lo que las cifras se acercarían ya un poco más a lo que en apariencia corresponde a la edad, posición y ganancias de los miembros de un gobierno como es debido. Es decir: solvente.

Las gentes de colmillo retorcido pensarán tal vez que los ministros han sido víctimas de un arrebato de modestia al confesar sus más bien escasas propiedades; pero no hay razón alguna que abone esa creencia. Cumple recordar que se trata de una declaración oficial de bienes hecha por propia voluntad dentro del catálogo de "buenas prácticas de gobierno" que el propio poder ejecutivo ha impulsado. Carecería por completo de sentido que los autores de la iniciativa se quitasen después méritos inmobiliarios o de cualquier otra clase.

Cuestión distinta es la oportunidad de hacer público el patrimonio de los ministros. Los británicos, tradicionales árbitros de la elegancia, dan por sentado que un caballero jamás debe hablar en público de dinero, de política y/o de religión; pero tan prudente actitud choca, como es natural, con los elogiables deseos de transparencia del actual Gobierno. Y también con el carácter español.

Muy británicos no somos por aquí, desde luego. Lo habitual en el país de Belén Esteban es hablar a gritos, interrumpir al contertulio, hacer alarde de riquezas –verdaderas o ficticias– y discutir con cualquier desconocido sobre política, religión y hasta el sexo de los ángeles, si viene al caso.

Alguna ventaja tiene, sin embargo, esta celtibérica forma de ser que tanto asombra y ensordece a los forasteros. La absoluta carencia de pudor que el español muestra al hablar de dinero permite, por ejemplo, que veamos con total naturalidad la exposición al público de los dominios y haciendas de los ministros en el mismísimo Boletín Oficial del Estado. Gracias a esa falta de prejuicios en materia de finanzas personales, los españoles pueden saber que los miembros de su gobierno viven en general con modestia rayana en el ascetismo.

Yerran, por tanto, quienes acusan a los actuales gobernantes de perjudicar con su política a las clases medias. Siendo ellos mismos gente de patrimonio medio tirando a bajo, los ministros atacarían sus propios intereses si tal hicieran. Alivia saberlo.

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