Aunque falte año y pico para las próximas elecciones municipales, en Galicia ha comenzado ya el tradicional baile de alcaldes bajo la consigna: "Quítate tú para ponerme yo". Tras el reciente cambio de guardia en las localidades pontevedresas de Gondomar y Mos, se anuncian ahora otras dos mociones de censura en Silleda y Láncara, municipio natal del padre de Fidel Castro. El comandante anda algo pachucho y no está para fiestas, porque de lo contrario es seguro que habría opinado sobre el lance y acaso tuviéramos un conflicto diplomático a la vista. Menos mal.

La fórmula del asalto-baile a las alcaldías parece favorecer en Galicia al partido conservador; pero tampoco conviene fiar demasiado en las apariencias. En otros lugares de la Península, tal que Benidorm, el beneficiado es el partido socialdemócrata: y si se hace un balance general, puede que las ganancias y pérdidas de varas de mando estuviesen equilibradas entre todas las fuerzas políticas.

Es natural. Más que en cuestiones ideológicas, los cambios de alcalde suelen tener su origen en disputas por el gobierno del urbanismo y las aceras, cuando no en meras razones de inquina personal entre el edil destronado y el que –en compañía de otros– le arrebata el puesto. Poco importan aquí las ideas. La política, trasunto pacífico de la guerra, no consiste a fin de cuentas en otra cosa que la conquista del poder y el posterior reparto del botín entre los vencedores.

Extraña, si acaso, que el mando ganado en unas elecciones pueda perderse antes de que termine el período de cuatro años para el que fueron escogidos los gobernantes. La fácil explicación reside en que –al menos en España– los alcaldes, los jefes de los reinos autónomos y hasta el presidente del Gobierno no son elegidos directamente por el pueblo, sino por medio de alambicados pactos entre los partidos. Como consecuencia de ello, los mandatarios están de prestado en el cargo, salvo que obtengan mayoría absoluta. Los mismos que les dan la vara (de mando), pueden quitársela y hasta suele ocurrir que gentes de su propio partido se pasen al de enfrente y los dejen con el bastón al aire.

Para evitar tan enfadosas situaciones, los partidos urdieron no hace mucho la firma de un Pacto contra los Tránsfugas, moderna denominación con la que en tiempos más castizos se aludía a los cambiachaquetas. De nada valió tan bienintencionado propósito, por lo que se ve. Si el ansia de poder salta a menudo sobre las leyes y los reglamentos, sería ilusorio pensar que un mero acuerdo entre políticos fuese a ponerle coto.

Resultaría mucho más fácil y desde luego efectivo modificar la ley electoral que propicia estos desafueros. La culpa de todo la tiene, en efecto, un tal señor D´Hondt, matemático belga que ideó el complicado sistema de reparto de los votos y de sus restos actualmente vigente en España. Más que los ciudadanos o los propios concejales, es el señor D´Hondt quien –a título póstumo– elige a los alcaldes gracias a su sistema indirecto de sufragio. Los votantes se limitan a escoger una papeleta previamente confeccionada por los caciques de cada partido y, en segunda instancia, son los concejales quienes negocian, regatean y finalmente pactan –previo pago del favor– el nombre del alcalde.

Semejante método favorece los enjuagues a posteriori entre los partidos, circunstancia particularmente enojosa en la patria literaria de pícaros tan ilustres como Rinconete y Cortadillo.

La elección directa de los alcaldes o un sistema de ballotage a dos vueltas como el francés bastaría para impedir estos lances y acabar de un brochazo con los tránsfugas y las mociones de censura. No parece, sin embargo, que los partidos estén por la labor. Con las cosas de comer no se juega: y hay en España mucha gente que vive de la pequeña política parroquial basada en la componenda y el trapicheo. ¿Qué iba a ser de ellos sin el señor D´Hondt?

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