1925 no tiene la culpa, pero fue el año en el que José Rodríguez Ramírez, editor y director del periódico tinerfeño "El Día", vió la luz. Tiene hoy 84 años. Cualquier mortal, hace ya mucho tiempo, hubiera preferido vivir la vida y "aparcar" las ilusiones perdidas. ¿Qué jeroglífico es éste? Es sencillo. "Don Pepito" llegó a este mundo y tuvo la fortuna de ser sobrino de un periodista y escritor de prestigio –nunca ponderado con exactitud, aunque elogiado– llamado D. Leoncio Rodríguez, fundador de "La Prensa", periódico matriz de "El Día", que el próximo año saboreará el centenario. Sí. Estudió en la Escuela de Comercio, se empleó en el Instituto Nacional de Previsión, y, por arte de magia, y por familia, heredó dos periódicos –"El Día" y "Jornada Deportiva"– a los cuales, hace pocos años "casó", con campaña al uso incluida, para ofrecer al público unas páginas arrodilladas al poder, y viceversa –en su línea editorial, ojo, y plenas de profesionalidad de sus empleados, de todos los departamentos– para disfrute de no se sabe quién. Pero vende, por tradición y por costumbre, que es lo mismo.

Conocedor de sus limitaciones, buscó la "envoltura coloreada" del insípido caramelo para disfrazar su frustración: a petición propia y por encargo, se tradujo y traduce en medallas, calles, plazas y plazoletas, metopas, títulos, honores, insignias… ninguna, por magnífica que sea, alimenta su inmensa vanidad. "Si quien la otorgó no se pliega, me la pagará, peor para él", o así, pero muy similar, solía decir. Nunca pudo empachar su vanidad, pero tampoco su celo, su desconfianza "natural" ante todo –sobre todo, ante su círculo más apegado y más fiel– y sus ansias de explotar su mediocridad, traducido en "poder virtual", con lo mejor y lo peor, para quien lo quiera entender. Es lector habitual de novelas y ensayos, posee una magistral memoria histórica de la alta sociedad tinerfeña –no de los desarrapados ni de los contrarios a "su" régimen–, enamora con su falsa caballerosidad –de frente se asusta y en la soledad castiga– y se cree el tramoyista de las "fuerza vivas" –sic– de la sociedad tinerfeña y, lo que es peor, el líder de una masa de lectores que odian a Gran Canaria y al resto de las Islas y que, lógicamente, lo reprochan y se carcajean en privado y se "amaneran" en la esfera pública. Así es, pese a quien pese, y todos saben que así es.

Lo peor, y lo más ininteligible, es su pensamiento actual, o su intento último de erigirse en el "salvapatrias", en el adalid de la imposible independencia de las Islas: su educación, fíjense, es conservadora –la almidonada, no la actual–, nacional-católica, y su ideal, su modelo de convivencia, es carca, antiguo, apolillado. No en vano se forjó durante una larga etapa, previa al control accionarial del periódico, en que fue funcionario público del fraquismo y adorador sin condiciones del poder militar del Estado. En buena parte de aquella etapa, el medio hoy separatista ostentaba en su cabecera el yugo y las flechas, sin que el ahora editor/director tuviera reparo en dedicarle la mitad de su jornada laboral tras el horario del Instituto Nacional de Previsión.

Por presiones, por consejo mal enfocado, se ha tornado, con la edad, en un alegato independentista que de deslizará por un barranco muy a su pesar. Ha pedido la independencia de Canarias el mismo día en que la Corona, el Gobierno del Estado y los gobernantes canarios se reunían –en el primer caso, debido al funeral por el fatal fallecimiento de un soldado canario– para inyectar la economía necesaria para que el Archipiélago pueda afrontar un futuro, ajeno a politiqueos, y para pasear el nombre de las Islas por todo el mundo con la cabeza bien alta. Ha "bombardeado" la oficialidad –siglas fuera, porque en el Plan Canarias se han involucrado las ideologías más variopintas–, la seriedad, la nobleza de un pueblo, la decencia, la sensatez y el desarrollo de su gente. Se ha querido reír de todos, pero no lo ha conseguido.

Canarias es mucho más, es la unión de un pueblo que, con esfuerzo y sorteando miles de dificultades, se empeña en prosperar y en acariciar el horizonte, muy a pesar de personajes de cómic que lo evitan con insultos, reproches, algaradas y separatismos.