Pocos días después de la muerte del Papa Juan Pablo II, sus más devotos seguidores se manifestaron a favor de que fuese elevado a los altares por vía de urgencia al grito de "Santo súbito" (o "Santo, ya", en una traducción más o menos castiza al castellano). Vano empeño. Fiel a sus veinte siglos de experiencia, la Iglesia mantuvo los procedimientos habituales de tal modo que varios años después sigue tramitando –sin prisa y sin pausa- la beatificación del pontífice polaco.

No es el caso de la comisión encargada de otorgar el premio Nobel de la Paz, que ayer concedió tan alto laurel al nuevo y glamuroso presidente de los Estados Unidos. Poco o nada importó al jurado que Barack Obama lleve apenas nueve meses al frente de los destinos del mundo. Por más que ese breve lapso parezca tiempo insuficiente para demostrar las habilidades de un gobernante –salvo que sea Superman-, los académicos del Instituto Nobel de Noruega entienden que ha hecho "esfuerzos extraordinarios" en su propósito de "reforzar la cooperación entre los pueblos". Si ellos lo dicen, así será.

Los hechos –tan impertinentes- sugieren sin embargo que Obama es el comandante en jefe de los ejércitos que a día de hoy libran dos guerras de incierto desenlace en Irak y Afganistán. Cierto es que el nuevo rey del mundo heredó esos conflictos de su predecesor George W. Bush, pero tampoco resulta menos verdad que hasta el momento no ha dado paso alguno para corregir la decisiones del anterior inquilino de la Casa Blanca. Bien al contrario, Obama medita estos días la posibilidad de enviar –o no- cuarenta mil soldados más a los desiertos afganos donde una coalición internacional liderada por Norteamérica lucha contra los talibanes.

Un ataque de los ejércitos que combaten en Afganistán bajo la bandera de la OTAN y el mando de Obama causó el pasado mes de septiembre –por error- un centenar de bajas, muchas de ellas civiles. Y no resulta en modo alguno improbable que la situación vuelva a repetirse, dado que la guerra está lejos de ser una ciencia exacta.

Aun siendo involuntaria, tal circunstancia debería invalidar de entrada a quien está al mando de esas tropas para cualquier candidatura a un premio que se otorga en nombre de la paz. Pero no es esa precisamente la tradición de los Nobel. La lista de premiados por el Instituto de Noruega incluye a pacifistas tan dudosos como el ex ministro de Exteriores de Estados Unidos, Henry Kissinger, y ni siquiera excluye a personas en su día reputadas de terroristas tales que el antiguo líder palestino Yaser Arafat o el fallecido ex primer ministro israelí Menajem Begin. Por no hablar ya de un guerrero de casta como el vietnamita Le Duc Tho, que al menos rechazó el premio por considerar que su país no había alcanzado, ni de lejos, la paz.

La lista podría engordarse aún con Anuar El Sadat, presidente egipcio cuya principal contribución a la causa del pacifismo consistió en desencadenar el ataque contra Israel que dio origen a la guerra del Yon Kippur, en 1973.

Por mera comparación con los anteriormente citados, el premio a Obama parece de lo más justo, aunque tal vez muchos duden de que fuese necesario y, sobre todo, oportuno. Nada hubiera impedido a los noruegos que dispensan certificados de paz esperar a que se cumpliese –cuando menos- el primer mandato del presidente estadounidense para hacer en ese momento el adecuado balance de sus méritos. Si para entonces hubiese puesto fin a las guerras que, por su cargo, está obligado a comandar, es seguro que nadie pondría objeción alguna a la concesión de esa medalla de la paz que tanta polémica suscita ahora.

Dadas las circunstancias, el Nobel bien pudiera resultar embarazoso para el propio Obama, que siempre cargará con la sospecha de que se lo otorgaron con el propósito de hacerle la pelota. Y de penalti, a juzgar por las prisas.

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