Como la de cualquier persona de mi edad, mi vida está llena de altibajos, con momentos de placer y días de angustia, unas cuantas noticias buenas y un montón de adversidades, sin olvidar que por lo general he tenido una existencia interesante gracias a que la imaginación me ha sido de gran ayuda para sobreponerme a la realidad, incluso, a veces, para suplantarla. Además de las que legalmente se consideran familia, algunas personas permanecieron bastante tiempo en mi vida, unas cuantas influyeron en ella sin entrometerse y a otras las considero determinantes a pesar de que jamás hablé con ellas y en realidad sólo estuvieron de paso en mis ojos. Como a la Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”, también a mi me fascinan los desconocidos. Suponer algo de una persona con la que no tienes trato suele ser a menudo más interesante que conocerla. Hay en la convivencia algo corrosivo que a la postre la extermina. Aunque parezca un contrasentido, yo creo que la intimidad ha destruido más parejas que la distancia y, lo que es peor, ha acarreado también más facturas. Hay hombres y mujeres que se casan para hacer una bolsa común con su dinero y disfrutan algún tiempo de la prosperidad que supone sumar dos sueldos, hasta que surge cualquier estallido, se divorcian y descubren entonces que el matrimonio en realidad sólo les ha servido para comprender lo caro que a uno de ellos le ha salido empobrecerse sin escatimar. Woody Allen se ha unido a varias mujeres a lo largo de su vida con la saludable condición de vivir separados. Se reunían para ir al teatro, para salir a cenar o para tener sexo, pero cada uno volvía luego a la independiente y sagrada soledad de su apartamento. Unir tu alma al alma de una mujer es una cosa hermosa y emocionante, por muchas razones recomendable, siempre y cuando no cometas el estúpido error de añadir tu ropa a su colada. La separación física preserva el misterio que dio origen a la suerte de conocerse y conviene conservar esa mínima distancia que fomenta el ansia del reencuentro y evita la destructiva rutina de la coexistencia. En mi caso eso no ha sido nunca posible. Me he casado dos veces y en ambas ocasiones hube de compartir la tesorería y la vivienda. Por suerte, mi trabajo y mis hábitos me permitieron llevar una vida bastante independiente y gracias a la imaginación he podio ausentarme muchas veces sin necesidad de salir de casa. Yo mismo me sorprendía antes de que mi primer matrimonio hubiese durado diez años, hasta que caí en la cuenta de que mis ausencias físicas y mi distancia emocional servían en cierto modo para preservar el aliciente de algo que, gracias a tanta irregularidad, seguía conservando el encanto de lo desconocido, de modo que regresaba con la excitante emoción de quien entra a robar. Se me atribuyeron entonces innumerables infidelidades, menos de las que podría haber cometido y más, bastante más, de las que la resistencia de un musculoso gladiador habría soportado. Esa duda entre lo real y lo legendario me ha acompañado siempre y ha servido al mismo tiempo para destruir mi vida familiar y para fomentar mi ligereza noctámbula al lado de mujeres que si se acercaban a mi de madrugada era probablemente porque los seres humanos nos sentimos extrañamente atraídos por aquello que tememos encontrar. Y también porque mi experiencia me dice que hay mujeres que sólo encuentran su temperatura ideal en el entretiempo de ese instante en el que, a punto de entrar en calor, de repente las coge el frío. A veces se acercan al hombre solitario y destruido con la misional excusa de ayudarle a levantarse, pero si escarbas un poco te darás cuenta de que en realidad si una mujer se acerca al hombre caído, lo hace a veces con la esperanza inconfesable de que aquel tipo le ayude disimuladamente a caer. Hay otra clase de mujer de la que no sabes nada y si te atrae es por la posibilidad de que intimar con ella sólo sirva en definitiva para aumentar las dudas. En determinadas circunstancias la oscuridad resulta sin duda más atractiva que la luz, seguramente porque encender una lámpara a veces sólo sirve para descubrir la increíble cantidad de mierda que hay en la bombilla. Para no defraudarse nada hay desde luego mejor que la ignorancia. Por lo general los seres humanos, como muchos cuadros, resultan menos impresionantes si se los mira de cerca. Por eso mi vida está llena de personas que sólo estuvieron de paso en mis ojos. Esa es también la razón por la que a menudo me siento al anochecer en la mesita del café y me quedo mirando a la señora que sorbe su te al lado de la ventana. Que no haga nada por averiguar su alma será consecuencia de mi cobardía; que su belleza real no se corresponda con la que me llega con tan poca luz, será sin duda por culpa de mi presbicia. Mientras se fascina por la desconocida que sorbe su te con los labios entornados, se pregunta uno si no será que en muchas ocasiones la belleza no es más que una agradable enfermedad de los ojos...

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