Advertía ayer el New York Times que España está a las puertas de una Gran Depresión como la que en 1929 desató la hambruna en los mismísimos Estados Unidos, debido a la brutal combinación del desempleo y la caída de los precios y del consumo. Una situación de la que resultará “difícil salir” de acuerdo con los ominosos pronósticos de ese periódico, que teme el contagio del virus español a otros miembros de la Unión Europea. Empleo no habrá, pero a los psiquiatras no va a faltarles trabajo por aquí con tanta población deprimida.

Fue precisamente un político nor- teamericano -el presidente Ronald Reagan- quien definió con ingenio las diversas etapas del desmoronamiento económico. “Crisis”, decía Reagan, “es cuando tu vecino pierde su trabajo”. “Recesión es cuando tú pierdes el tuyo”. A estas dos sabias máximas podría añadirse aún una tercera según la cual la depresión llega cuando una parte sustancial de los habitantes del país pasa a nutrir las colas del desempleo. Y en esas anda ahora España.

Naturalmente, los periódicos no se escriben en papel biblia y ni siquiera el prestigio de una cabecera como la del Times neoyorquino garantiza que los cálculos de sus expertos vayan a misa.

Lo malo es que el simple recurso al sentido común sugiere que la depresión -grande o mediana- tiene toda la pinta de haber llegado a esta parte de la Península para quedarse durante largo tiempo. De hecho, la economía ha entrado ya en deflación y el desempleo galopa camino de alcanzar bien pronto el 20 por ciento: una cifra del todo insostenible para cualquier país presuntamente industrializado.

El mecanismo de la depresión resulta diabólico de puro sencillo. A medida que el desempleo crece y hay menos dinero para gastar, las empresas reducen precios con el objetivo de conservar la clientela. Pero si las ventas no aumentan por falta de consumidores -como es ahora el caso-, los fabricantes, distribuidores y proveedores de servicios recurren a los despidos y/o las reducciones de salarios con lo que, a su vez, vuelve a bajar el consumo. Una espiral sin fin que inevitablemente acaba en la ruina si no media alguna milagrosa intervención de las autoridades o del Altísimo.

Infelizmente, ese círculo vicioso funciona ya aquí si hemos de creer a la autorizada opinión del gobernador del Banco de España. Explicaba de muy gráfica manera Miguel Ángel Fernández Ordóñez el pasado enero que “los consumidores no consumen, los empresarios no contratan, los inversores no invierten y los bancos no prestan”. Todo está parado salvo el paro, que no para de aumentar a un desolador ritmo de entre 100.000 y 200.000 ex trabajadores al mes.

Quién nos lo iba a decir hace justamente ahora un año, cuando el Gobierno reducía al nivel de una “leve” y por supuesto pasajera “desaceleración” lo que ya era una crisis con todas las de la ley. Desde entonces no hemos parado de quemar etapas a tal velocidad que en sólo doce meses la desaceleración pasó a ser “desaceleración acelerada”, después “crisis”, luego “recesión” y ahora depresión, aunque el optimismo gubernamental rechace todavía este concepto. Tanto da. Por más que lo llamen equis, si así es su gusto, eso no cambia el hecho de que el derrumbe de la economía española se haya cobrado ya más de un millón de empleos durante el último año.

Frente a tamaña catástrofe son poco más que tiritas las inversiones que el Estado dedica a arreglar las calles o las ayudas que algunos gobiernos autónomos prestan a los ciudadanos para que se animen a comprar coche nuevo.

Tal como están las cosas, la única decisión realmente eficaz acaso haya sido la de crear un Observatorio de la Salud Mental ideado por el anterior ministro de Sanidad Bernat Soria para atender a los trastornos depresivos que la crisis produce entre las víctimas del paro. De una u otra manera, va a llevar razón el New York Times. La Gran Depresión se acerca.

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