Cuando uno es joven, casi ninguna de las cosas que desea tiene futuro, y cuando se hace mayor, resulta que de las cosas que teme apostaría a que ninguna tiene remedio. En eso consiste en cierto modo la vida, en aceptar que incluso con el sueño más agradable puede tu cerebro desarrollar un tumor. Un amigo me contó no hace mucho que su padre había muerto como consecuencia de que su corazón no resistió la buena noticia de que había superado un cáncer de vejiga. “Yo tengo ahora la edad que entonces tenía mi padre -dijo- y la verdad es que a veces tengo miedo de que la inmensa alegría de despertar por la mañana pueda costarme la vida”.A mi amigo no le falta razón. A partir de cierta edad las personas se hacen a la idea de que las cosas sólo pueden empeorar y no están preparadas para la impresión que pueda causarles una buena noticia. Los chavales forman bandas y con el paso de los años se organizan en promociones académicas, en colegios profesionales y a los cuarenta años, en pandillas de divorciados, hasta que llega ese momento biológico y emocional en el que la gente descubre que ni siquiera son benignas todas las manchas de la gabardina y entonces se organizan en grupos de riesgo. Cumplidos los cincuenta, que te pregunten la edad es casi tan natural como que te pregunten el grupo sanguíneo. El tiempo empieza a correr en tu contra y no hay ninguna seguridad de que lo que hagas hoy puedas recordarlo pasado mañana. ¿Qué proyectos de futuro puede hacer un hombre que por la noche no está seguro de escuchar el despertador al amanecer?. Nos puede el ansia cuando somos jóvenes, y la desesperación, al hacemos mayores. Miras para el viejo comensal que almuerza a tu lado en el restaurante y te preguntas por qué no pedirá los platos de uno en uno y va saldando la cuenta según se los sirvan, precavido por si la muerte le salva al menos de pagar también el postre. La edad frena tus ilusiones pero te las compensa con el premio de la serenidad. Desconozco las circunstancias emocionales de los pasajeros del “Titanic” en el momento de sobrevenir el trágico naufragio, pero puedo suponer la atropellada desesperación de los jóvenes y la serena calma de los mayores. Cada edad obedece a unas expectativas determinadas y tiene sus propia reacciones, de modo que los náufragos de más de setenta años aprovechan la demora del hundimiento para ajustarse la corbata, atusar el esmoquin y ponerse los guantes; o se abotonan el gabán porque no quieren morir y que al mismo tiempo les coja el frío. En la medida en la que uno esté de manera natural más próximo a la muerte, se siente al mismo tiempo relajado, no porque le desagrade vivir, sino porque sabe que su momento está próximo y es inevitable, y también porque un hombre de ochenta años no se sorprende en absoluto de que para ganar tiempo sus hijos le feliciten la Navidad el 20 de agosto. Los que tienen la suerte de despertar por la mañana hasta pueden encontrar encantador que al servirle los suyos el desayuno, el viático incluya zumo de naranja y mantequilla. Algo parecido les ocurre a las personas que llevan una vida de riesgo. No importa que sean jóvenes. El peligro evidente de morir supone para ellos una cierta sensación de prematura y falsa vejez. En esas circunstancias el temor a perecer aparece asociado al placer de bordear la muerte con la esperanza de sobrevivir. He conocido a muchos hombres incapaces de vivir sin peligro. Conocían los riesgos de sus actos y sin embargo les tardaba reincidir. La hija de una conocida mía se saltó la tapa de los sesos jugando con un revólver a la ruleta rusa. No era idiota. Conocía las probabilidades, sabía que aquella puta bala no tendría en cuenta su edad ni sus sueños y tarde o temprano le atravesaría el cráneo. Había bebido y se dijo que estaba drogada. Eso es triste pero resulta en cierto modo irrelevante. Para aquella muchacha la muerte era una simple pedrea, una especie de premio menor. Hay gente que bebe para olvidar que no debe hacerlo y personas que se disparan en la cabeza porque, como escribió una joven suicida en Compostela, “la vida es tan hermosa que no pude soportarla”. La mala vida envejece el carácter y produce en las personas la sensación de que la muerte es la única experiencia que todavía vale la pena vivir, aun a la sabiendas de que el premio de morir no va nunca acompañado de la suerte de recordarlo. El asunto es más cartesiano si eres mayor. Porque con lo años comprendes que la muerte es la única mujer de tu edad a la que no le importa en absoluto esperarte. Ella es al final lo que queda de la chica de tus sueños. Ni siquiera te pondrá mala cara si se ha hecho tarde entre la niebla. Sabe que es tu porvenir y no tiene prisa. Al fin y al cabo, muchacho, la cabrona de la muerte siempre cuenta su tiempo por tu reloj.

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