Murió a los 82 años después de haber publicado cuatro mil novelas de las que se vendieron cuatrocientos millones de ejemplares. Con semejantes cifras podría decirse que el fallecimiento de Corín Tellado excede los límites de lo obituario y alcanza las colosales dimensiones de un desplome industrial. Esa es la razón de que quienes reprueban su calidad literaria se rindan en cambio ante el incontestable peso de su facturación. Todo lo que escribía contaba de antemano con la aceptación incondicional de sus lectores. Al ritmo de una novela por semana, la gran dama de la novela rosa hispanoamericana convertía en dinero cada frase que se le viniese a la cabeza, sin importar lo simples que fuesen su tramas y lo lineales que resultasen sus personajes, a razón de un centenar de páginas por cada título, hasta colmar una obra de dimensiones tipográficas colosales que le reportaron una fama exenta de prestigio literario pero rebosante de lectores y de dividendos. Hay que reconocer que a cambio de padecer la hostilidad de la crítica ilustrada, la escritora asturiana se pegó durante más de sesenta años un verdadero atracón de contabilidad. Por las declaraciones que ha ido haciendo con cuentagotas a lo largo de su exitosa carrera editorial, no parece que a Corín Tellado le hubiese quitado alguna vez el sueño la remilgada indiferencia casi patológica de los críticos, ni que su prestigio profesional excediese apenas del que se puede conseguir con cierta facilidad en la comidilla de las peluquerías de señoras. A los escritores cultos y pretenciosos les fascina la idea de ver su obra criticada en “Babelia”, algo a lo que jamás aspiraría Corín Tellado, que escribía sus novelas sin ninguna pretensión intelectual y sin la menor esperanza de sentarse algún día en un sillón de la Academia. Es obvio que su mercado y el de García Márquez eran merados distintos. A ella le traía sin cuidado la gloria literaria, que sabía fuera de su alcance, y se centró en la ingente producción de esos millares de novelas plagadas de personajes arquetípicos, textos en los que la narración sirve apenas para espaciar ligeramente los sencillos diálogos y para apuntar vagamente la superficial hondura de todos esos hombres y mujeres enfrentados a un destino en el que cualquier solución parece el caprichoso resultado de una agradable lotería en la que solo quedasen en el bombo los peores premios. En los años de su mayor pujanza, escribió sobre todo para un publico femenino que se resignaba a liberarse sin otra revolución que la de leer aquellas novelas de cien páginas en las que la humilde sirvienta se enamoraba locamente del cirujano que le salvaba la vida en el quirófano después de haberla atropellado en la calzada. La pobre chica sufría en silencio aquel amor imposible, hasta que el apuesto cirujano descubría en el alma de su paciente el perfecto complemento de la suya y no desaprovechaba las últimas y tres o cuatro página, en las que Corín resolvía siempre a favor del amor y en contra de las rígidas y clasistas convenciones sociales de la época, dejando en su humilde lectora la sensación de que su vida podría ser algún día la repetición calcada de la vida de aquella otra muchacha que conocía al hombre de su vida gracias a haber perdido el escepticismo y un riñón bajo las ruedas de un “Pontiac” fucsia. No importaba que la novelista reiterase el tema, con tal de que el cirujano cambiase de nombre y fuese ahora un acaudalado hombre de negocios dispuesto a arruinarse por amor, o un productor cinematográfico que convirtiese a la pobre fregona en una deslumbrante actriz del Séptimo Arte. El éxito se repetía una y otra vez de una manera casi mecánica, son leves variaciones y relativas sorpresas, como una partida de ajedrez en la que la reina de blancas y el rey de negras renunciasen a las angustiosas estrecheces del tablero y acabasen sin remedio en el altar. Corín Tellado no destacó nunca por manejar un vocabulario muy extenso, ni falta que le hacía. Probablemente nunca quiso ser inolvidable. Era demasiado lista para caer en el refinamiento que lleva a la eternidad. Sabía que en España la inteligencia solo servía para espantar el dinero, de modo que escribió pensando en aquellas mujeres que a veces disponían de los justo para alquilar sus novelas en el quiosco y leerlas luego a hurtadillas, con un ojo en la oscura realidad marrón de aquel país tan triste, y el otro, en el rostro de aquel cirujano moreno y apuesto que daba gusto que te atropellase en la página veinticinco con su flamante “Pontiac” de color fucsia. Corín Tellado se conformó con eso. Era su techo. Jamás pensó en cruzar la puerta de la Academia. Se conformó con que saliese a recibirla a la calle el director del banco.

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