La Semana Santa española, además de una celebración religiosa de la mayoría social que se censa como católica, es fundamentalmente un espectáculo turístico grandioso y muy peculiar. En esencia, consiste en sacar a la calle las imágenes que durante todo el año permanecen recluidas en las iglesias como objeto de culto y, previo limpiarlas y darles brillo, pasearlas al aire libre durante horas en largos desfiles procesionales, a hombros de robustos porteadores, rodeadas de velas encendidas, ramos de flores y gran acompañamiento de gente y bandas de música. Pocos espectáculos habrá de tan potente plasticidad en el mundo, y cualquiera que haya vivido una de esas noches mágicas en alguna ciudad del sur, oliendo aromas de azahar, bebiendo manzanilla y comiendo fritura de pescado, tiene que estar de acuerdo con lo que digo. La imaginería religiosa, sobre todo barroca, dejó un legado artístico inmenso en nuestro país y las autoridades eclesiásticas han sabido darle un uso espléndido, por lo que hay que felicitarlas efusivamente. De otra forma, ¿que haríamos con tanta Virgen, tanto Cristo y tanto santo, excepto darles un destino museístico? En los últimos años se ha producido un fenómeno curioso, y de alguna manera contradictorio. De una parte, ha bajado notablemente la asistencia de público al culto religioso, y de otra, aumentó en la misma medida la afición a las procesiones de Semana Santa entre la juventud. Por lo que he leído en la prensa, el número de procesiones va en aumento, en ciudades donde el espectáculo había decaído se crean nuevas hermandades y hasta hay lista de espera para ir de costalero debajo de los pasos, cuando antes había que recurrir a porteadores mercenarios, en su mayoría gente descreída. La explicación a ese cambio de tendencia no está del todo clara y, como ocurre casi siempre en estos casos, los expertos no se ponen de acuerdo. Algunos laicos dicen que más que un rebrote de la fe religiosa, estamos ante una moda festiva equiparable a la de quienes acuden a correr los toros en los sanfermines de Pamplona. Y le he oído decir a un sacerdote en una tertulia de la televisión que el auge en la participación procesional se debe a un oportuno regreso de la Iglesia al fomento de la religiosidad popular, extrovertida, costumbrista y churrera. Es decir, más o menos lo mismo. Lo cierto es que al público le gusta combinar la afición a las novedades con el mantenimiento de las tradiciones ancestrales, sepa o no lo que significan. Y estamos adiestrados en ello desde nuestra mas tierna infancia. La primera impresión que yo tuve de las procesiones de Semana Santa fue intimidante, pero me cuidé muy mucho de expresarlo, y aparenté naturalidad. Aquellas imágenes de individuos clavados en una cruz, azotados o torturados con coronas de espinas, me desasosegaron bastante. Y el mismo mal cuerpo me dejaron las imágenes de unas madres llorosas con el corazón atravesado por varios puñales. Que los puñales fueran de oro y de plata no me proporcionó ningún consuelo. En realidad, todo aquello me pareció una exaltación desproporcionada de la tortura, con algún propósito insidioso de fomentar la culpabilidad general. Lo digo ahora, que ya soy mayor.