La tierna mirada de embeleso que el presidente Zapatero dirigía en la cumbre de Londres al rey del mundo, Barack Obama, resume perfectamente la extraña relación de amor y odio que los españoles -tanto da si de izquierdas o derechas- mantienen con la moderna versión del Imperio romano. Odiamos tanto a los yanquis que seguramente no podríamos vivir sin ellos.

España es, con diferencia, el país más americanizado y a la vez el más antiamericano de Europa. Nos pasamos la vida soñando con dar la bienvenida a Míster Marshall, como en la película de Berlanga; pero ello no impide que los detestemos más intensamente que casi cualquier otro país del mundo. Eso constata, al menos, una encuesta a escala mundial realizada por el Instituto Pew de Washington de la que se deduce que sólo un magro 23 por ciento de la población española tiene una buena opinión de Norteamérica. Únicamente los jordanos y los turcos confesaron una mayor ojeriza a Estados Unidos que los habitantes de esta parte de la Península Ibérica.

Tan grande tirria a los americanos es compatible, sin embargo, con el hecho de que España sea uno de los países que más fervorosamente adoptan las costumbres del “american way of life”. La comida rápida, la vestimenta informal y hasta la asunción de los peculiares giros lingüísticos que están convirtiendo al castellano en una variante más del “spanglish” de Latinoamérica son ya parte de las señas de identidad de esta provincia estadounidense.

A tal grado llega la alienación que incluso los manifestantes españoles antisistema suelen acudir a las protestas contra el imperialismo de Estados Unidos formalmente uniformados con sudaderas, pantalones tejanos, Winston en el bolsillo y zapatillas Nike por si hay que salir por piernas.

Sólo los psicoanalistas más avezados podrían explicar el insólito vínculo de amor y odio que ata a los españoles en su relación con América. Tal vez quede aún en el inconsciente colectivo del país algún poso de la derrota que en 1898 puso fin al ya tambaleante Imperio español en Cuba y Filipinas. Después de todo, Estados Unidos es la última nación con la que España ha estado oficialmente en guerra, asunto que siempre cuesta olvidar: sobre todo cuando uno la pierde.

Franco, que como buen fascista era genéticamente antiamericano, jamás les perdonó aquella afrenta; aunque luego le regalara a Eisenhower unas cuantas bases militares a cambio de que hiciese la vista gorda con su dictadura. Paradójicamente, la izquierda acabaría por tomarle el relevo con idéntico o mayor brío. Bien es cierto que los socialdemócratas -al igual que Franco- no dudaron en pasar del “OTAN, de entrada no” al OTAN, sí, por supuesto; pero ya se ha dicho que la ambivalente relación de los españoles con Estados Unidos trasciende a izquierdas y derechas.

El último y algo entrañable ejemplo es el del actual presidente Zapatero, que llevó su antiamericanismo de asamblea de facultad hasta el extremo de hacerle un feo a la bandera de las barras y estrellas en cierto desfile. Fue una simple travesura propia de adolescentes, pero el entonces presidente George Bush -que tampoco había madurado mucho- se negó a perdonársela. Tanto es así que tuvo a Zapatero castigado de cara a la pared durante los ocho años de su mandato.

Si Bush sedujo a Aznar al punto de hacerle hablar con acento entre mexicano y norteamericano en su rancho de Texas, Obama parece ejercer ahora el mismo irresistible influjo sobre Zapatero. Por desgracia, los arrobos y sonrisas del primer ministro español no acaban de encontrar correspondencia en su colega de Estados Unidos, al que acaso contrariase la última hazaña bélica de España en Kosovo. No pasa nada. Son las cosas que tiene pasar del odio al amor sin más trámite que un simple cambio en la presidencia del Imperio. Malo será que Obama no acabe por rendirse a los ojos enamorados de Zapatero.