Con el esplendor botánico de la primavera florece tradicionalmente el lirismo estacional de los poetas de temporada, que salen de su letárgica indolencia invernal para revivir con eterna fogosidad de novatos las melosas e ilusionantes expectativas del amor, antes de descubrir de nuevo que la cruda realidad ha vuelto a defraudar sus esperanzas y regrese entonces a la purgante soledad de ese nicho decembrino en el que se pudren cada año para siempre sus recuerdos, sus flores y sus sueños. Hay en el despertar estacional del poeta un clima emocional que no mejora con la agradable meteorología de la primavera, ni irrumpe colorista y pujante como las lilas y las glicinias, porque en realidad el poeta necesita a su pesar la hiel del fracaso para evaluar la dulzura que imagina en el triunfo, como un héroe en cuya proeza sea determinante la idea de soportar con estoicismo la amargura de una derrota que haga más ostensible la altruista generosidad de su sacrificio. Privado de ese dolor, el poeta de temporada se convertiría, con sus rosas y sus búcaros, en un simple jardinero. A raíz de haber enviudado de su niña Leonor, el poeta Antonio Machado se enamoró de una señora casada de firmes convicciones católicas con la que se comprometió a vivir una lírica aventura sin sexo, es decir, una especie de pasión por esporas. Se llenaron de emociones y de versos en aquel merendero del madrileño barrio de Cuatro Caminos, y auque cabe la posibilidad de que a don Antonio se le pasase otra cosa por la cabeza, de su correspondencia no se desprende un solo indicio de intimidad sexual más allá de que las miradas de ambos se encontrasen en la virtuosa ceguera de la declamación. Pilar de Vaderrama era hermosa pero decente y se ponía tanta ropa al vestirse que difícilmente podría llegar caliente a su corazón aquel fuego manco del poeta. Camuflada como “Guiomar”, la señora Valderrama deja de ser una mujer de carne y hueso para convertirse en una musa anónima, asexuada y talludita a la que el poeta en vez de confiarle la humana sordidez de sus instintos de hombre, le confía la alada sonoridad de sus versos. Los amantes de Cuatro Caminos se cruzaron innumerables cartas con un contenido variable en el que paulatina e inexorablemente el amor se fue transformando en crítica literaria. Como no es idiota, el poeta estacional cuenta siempre con la posibilidad de que su amada le entregue el corazón y el alma y le niegue en cambio la lencería, lo que significa que el poeta ha de resignarse a vivir una historia algo abstracta en la que con tanta correspondencia lo cierto es que solo suda realmente el cartero. Don Antonio, como es de suponer, sabía que a efectos poéticos las decepciones resultan más productivas que los éxitos, así que destiló las pulsiones fecales de sus instintos hasta estilizarlos en un suave hojaldre literario. Fue una suerte que Machado escribiese otras cosas que le valieron el reconocimiento y la posteridad, el aprecio irrenunciable de quienes amamos su obra, porque la poesía tiene poco futuro y se convierte en literatura dietética cuando al poeta la mano se le llena de tomillo, de espliego y de albaricoques. Hay quien dice que Pilar de Valderrama jamás estuvo enamorada del poeta y que si procuraba su compañía era por la cautivadora sonoridad de sus versos, lo que la convertía en una especie de amante de oído. Leí en alguna parte que tampoco Machado sintió verdadero amor por ella, sino solo la agradecida admiración que el escritor suele profesor por la mujer que degusta con placer sus obras. Como don Antonio era muy desordenado para sus cosas, hasta cabe pensar que lo suyo con la señora católica del merendero sólo fuese su descuido más hermoso. Ella era rica y él vivía al día. Se amaron a su manera, es decir, con un tibio amor falto de carne y rebosante de léxico, con un sufrimiento del que nos queda apenas el legado de una leve herida postal. Ese es el destino de los poetas cuando descubren que la pasión no es otra cosa que una mórbida malformación emocional de la primavera y que a lo que conduce el lirismo estacional del rapsoda no es al vulgar sudor de la alcoba, sino al heráldico rocío venusiano de la flor natural. De haber insistido en su relación, don Antonio y doña Pilar en vez de tener un hijo, habrían puesto una frutería.

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