Supe que estaba enfermo nada más abrir los ojos. Ya la tarde anterior había sentido el aura de la enfermedad, pero me acosté con la esperanza de que se tratara de una falsa alarma. Y bien, salí de la cama, me puse de pie sobre la alfombra e hice un rápido chequeo. El foco del mal estaba en la garganta y desde allí se extendía por el resto del cuerpo. Tenía un poco de fiebre, no tanta como para quedarme en casa ni tan poca como para andar cogiendo autobuses. Comencé a caminar hacia el cuarto de baño y entonces noté que no pesaba, que no pesaba nada. Casi me costaba llegar al suelo. La sensación me produjo una risa nerviosa. Ya frente al espejo, comprobé que, pese a la ingravidez, no había perdido volumen. Todo era bien raro.

Entonces recordé un suceso de infancia que había llegado a olvidar por inexplicable. Me encontraba escalando un terraplén con un grupo de amigos. Ya había llegado a lo más alto cuando me sujeté mal y me caí. La altura era suficiente para matarse, al menos para romperse algo. Me recuerdo cayendo, impotente. Recuerdo la mirada de mis amigos, pues todo sucedía a cámara lenta. Los segundos, como ocurre en las situaciones límite, se estiraban. Yo no tenía miedo. Creo que acepté que había llegado mi hora y tuve cierta sensación de absurdo por morir a esa edad y haciendo algo que no me apasionaba especialmente, pues no era aficionado a los juego de acción.

Unos centímetros antes de tocar el suelo, y de romperme contra él, sucedió algo extraordinario: me quedé sin peso. No es que unos brazos me recogieran ni nada parecido, sino que dejé de pesar, por lo que no hubo golpe. Caí con la suavidad de una pluma y tras unos instantes de desconcierto me incorporé comprobando con asombro que no me había roto nada. Mis amigos me miraron y enseguida siguieron a lo suyo. Con esa normalidad se aceptan en la infancia los sucesos más raros, las situaciones más extrañas. Ahí estaba yo, ingrávido, frente al espejo del cuarto de baño, rememorando con increíble detalle aquella contingencia de mi infancia, cuando recuperé de súbito el peso. Volví a la habitación, me metí en la cama y estuve todo el día dándole vueltas al asunto sin alcanzar ninguna conclusión. Qué misterio.