Un genio de la estafa acaba de desplumar de una parte de sus caudales a los ricos de medio mundo, además de embaucar a los principales bancos de la Tierra con una versión a gran escala del viejo timo de la estampita. Bernard Madoff, que así se llama el sablista norteamericano capaz de birlar 38.000 millones de euros, sería un claro candidato a la presidencia de Golfos sin Fronteras: una ONG cada día más necesaria en el nuevo mundo nacido de la globalización del trabajo, del capital y del timo.

Bien está que haya Médicos, Bomberos y hasta Aduaneros sin Fronteras cuya meritoria labor nadie discute; pero se echa en falta una organización capaz de agrupar a los pillos del orbe que tanto te colocan una hipoteca-basura como te roban al descuido la cartera (de valores) mediante un fondo de inversión en humo. Al menos, las autoridades competentes tendrían un interlocutor con el que dialogar antes de que los golfos apandadores hundan definitivamente las finanzas del mundo.

El caso Madoff viene a demostrar que la economía es probablemente la más inexacta y azarosa de las ciencias. Sólo así se entiende que los severísimos guardianes de la Bolsa en un país tan devoto del dinero como Estados Unidos no encontrasen anomalía alguna en los negocios del magnate ahora convertido en mangante.

Tampoco es que el tal Madoff se rompiese mucho la cabeza. Simplemente aplicó el viejo método de Ponzi, que consiste en prometer altos intereses y luego ir pagando con el dinero de nuevos inversores atraídos por el panal de rica miel. Carlo Ponzi, el inventor de la estafa, vendía sellos (o estampitas) muy por encima de su valor real y Madoff vendía su reputación de gran preboste de la Bolsa para generar la necesaria confianza de los inversionistas; pero el resultado final fue más o menos el mismo. La mayoría de los apostadores perdió su dinero y los timadores ganaron plaza en prisión al derrumbarse el castillo de dólares que habían construido en el aire.

Sorprende, eso sí, que en este ocasión hayan caído en la trampa algunos propietarios de grandes capitales a los que se supone expertos en invertir su dinero; pero ahí radica precisamente el misterio de cualquier timo.

Véase, si no, el de la estampita, tan popular en España. Por rudimentario que sea el método y por mucho que se haya publicitado en los periódicos, todavía hoy sigue habiendo codiciosos incautos que pican y acaban llevándose a casa un sobre lleno de papeles a cambio de unos miles de euros.

Por diferente procedimiento y a mucha mayor escala, lo que Madoff ha hecho es apelar a la codicia de la gente: el mismo principio sobre el que se basa el más módico timo de la estampita. Una vez más se ha demostrado que la oferta de duros a cuatro pesetas es un reclamo infalible capaz de atraer imparcialmente a cándidas -si bien avariciosas- viejecitas en la calle o a expertos tiburones de las finanzas acostumbrados a manejarse con soltura en el parqué. Ya decían los clásicos que el oro ciega al hombre con su fulgor.

Las enciclopedias concedían hasta ahora el título informal de maestro del timo al checo Víctor Lusting, que en 1925 perpetró la proeza de venderle la torre Eiffel a un chatarrero interesado en su desguace. Pero no hay récord que cien años dure.

El gran timo de Madoff, que les ha soplado los cuartos a algunos de los más avispados hombres de negocios de todo el mundo, pasará sin duda a la Historia no sólo por su enorme cuantía sino también por la alta cualificación financiera de los estafados. A su manera, tiene más mérito que venderle la torre Eiffel a un empresario o la catedral de Santiago a un turista.

Para que luego digan que la pillería y la chapuza son rasgos típicos de los latinos en contraste con la supuesta seriedad anglosajona. Gracias al nuevo mundo globalizado de Golfos sin Fronteras hemos sabido que en todas partes cuecen habas. Y a calderadas.

anxel@arrakis.es