Aunque lo lógico habría sido lo contrario, tener una comadrona en la familia no me ayudó en absoluto en mi acercamiento a los insondables misterios del sexo. Tía Pepita ejercía en Cambados y en verano solía acompañarla en sus viajes a los partos que atendía en el campo, unas veces en taxi, otras, las más agradables, sentado de espaldas a la marcha en el pescante de una carreta tirada por caballos. Tía Pepita hablaba con el carretero y yo escuchaba el sordo rumor de la conversación mezclado con el sonido que hacía la tralla cuando el cochero la entrometía en la rueda para avisar en las curvas. Mientras duraba el parto, las mujeres calentaban agua y a mí me daban algo de fruta y me echaban luego en la huerta junto con el perro y las gallinas. De vuelta en casa, tía Pepita hervía sus herramientas sin decir palabra, casi con tristeza, como si la de la vida no hubiese sido en absoluto la mejor noticia de la jornada. Era una mujer desconcertante que comía sin apetito y rezaba sin ser creyente. Pero tampoco era agnóstica, seguramente porque el agnosticismo requería de un esfuerzo intelectual que ella consideraba desproporcionado o, simplemente, baldío. Yo diría que la indagación metafísica para descartar el precipicio del racionalismo la encontraba tan absurda como darle cuerda a un reloj averiado. A lo mejor es que tía Pepita lo que tenía era fe en el agnosticismo. Tardé muchos años en conocer algunos de sus rasgos emocionales más íntimos pero no creo que ninguno de esos descubrimiento me haya servido realmente para otra cosa que para oscurecer la idea que de niño me formé de ella. Ocurre con algunas personas lo que con esos locales penumbrosos cuyo mágico misterio se esfuma tan pronto encendemos la luz para esclarecer su enigma. Mi convivencia infantil con tía Pepita me sirvió para imaginar que se trataba de una mujer cuya idea del sexo era que se trataba de un impulso irracional y primitivo y que renunciar a su práctica revelaba más valor personal que sucumbir a ella. Nunca me plantee las razones de su soltería, pero supe que su único novio la había dejado para meterse cura y que no había vuelto a tener otra relación sentimental. Sin embargo, no se comportaba exactamente como una mujer casta, sino como una mujer estoica. Quiero decir que daba la sensación de haber encajado aquella decepción sentimental sin darle demasiadas vueltas, como algo que ocurre al margen de cualquier consideración moral o intelectual, igual que encajaría una estatua el musgo, el granizo y las cagadas de las palomas. Seguramente el sexo era para ella el vulgar resultado de la incapacidad de los seres humanos para ser más sensatos que sus perros. La natalidad, naturalmente, se la tomaba como la consecuencia inevitable de tanta ineptitud y se le notaba muy molesta por los alardes retóricos con los que trataban las mujeres la circunstancia de la maternidad. Detestaba los gritos de las mujeres durante el parto y le incomodaba la alegría de sus maridos al darles la noticia de su paternidad con el mismo severo laconismo que si les diese el pésame. Yo creo que el problema de Tía Pepita era que carecía de entusiasmo y que ejercía una profesión elegida un pozo al azar y estudiada en circunstancias de urgencia durante la guerra. Tampoco tenía capacidad para la alegoría, de modo que para ella los misterios de la obstetricia eran de la misma naturaleza que los de la telegrafía. También era una mujer bastante ingenua. Seguramente arrastraba el déficit docente propio de su formación acelerada en una facultad de Medicina en la que habría encontrado penoso que los estudiantes no dispusiesen de una cigüeña con la que practicar. Muchos años más tarde, en uno de mis últimos veraneos cambadeses a su lado, me dijo: "Hay gente que es feliz por ignorancia. Si fuesen verdaderamente inteligentes, se darían cuenta de que los motivos que la vida les da para sonreir, son casi los mismos que les daría para entristecerse. En el fondo, cielo, la sonrisa no es otra cosa que una manera fingida de fruncir el ceño".

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