Al grito de "Muera el Borbón" y las proclamas testiculares contra los tontos de entrepierna vuelve estos días la España cañera y decimonónica que antiguamente tenía su espacio natural en las cantinas. No deja de resultar paradójico. Precisamente ahora que ya no quedan tabernas, el lenguaje tabernario y los cantos de ebriedad parecen haber encontrado refugio en el ágora de la política.

Eso explica sin duda la circunstancia de que a veces sólo haya veinte o treinta diputados en el Congreso cuando se discuten asuntos menores como, por ejemplo, los Presupuestos Generales del Estado. Es lógico que así ocurra. Los representantes electos del pueblo están a esa hora en el bar, discutiendo quizá sobre la crisis del Real Madrid o el noviazgo de Felipe González, que son -como ningún lector de Marca y del Hola ignora- los problemas que de verdad preocupan a la gente.

Nada más natural que ese deseo de acercarse a las inquietudes populares, por más que ello implique en ocasiones el traslado del ágora pública desde el Parlamento a la taberna. Otra cosa es que tan elogiable propósito de mimetizarse con los usos y costumbres del pueblo lleve a algunos políticos a utilizar un lenguaje que en realidad ya no se estila ni en las pocas cantinas que aún quedan en España.

Cierto es que todavía habrá algún parroquiano capaz de usar con soltura la expresión "tonto de los cojones" o cualquier otra grosería por el estilo para referirse al adversario; pero esas son licencias comprensibles en el ámbito de un bar. El mismo léxico chirría en los oídos del pueblo, sin embargo, cuando el que lo utiliza es el jefe de los alcaldes españoles en público y con megafonía. Mucho menos zafia de lo que parecen creer sus representantes, la gente del común sabe distinguir a la perfección el ámbito que le es propio al lenguaje coloquial y el que le corresponde al más formal de los asuntos públicos.

Choca todavía más que todo un diputado electo resucite la consigna "¡Muera el Borbón!" como si aún estuviésemos en los tiempos de la España preindustrial de la alpargata y los burgos podridos. Naturalmente, se trata de un grito más bien metafórico lanzado al aire sin la menor intención de que se cumpla el fúnebre deseo, según aclaró el propio Joan Tardá; pero él mejor que nadie debiera saber -como político- que las palabras las carga el diablo. En particular, si el que las profiere es un representante popular y pertenece a un partido con tareas de gobierno en un reino autónomo tan importante como Cataluña.

Muy pocos republicanos -si alguno- suscribirían semejante exabrupto. Si algo caracterizaba en realidad a los antiguos partidarios de la República era precisamente su exquisito cuidado de las formas. Más allá de sus diferencias ideológicas, personalidades como Azaña, Besteiro, Gil Robles o Casares Quiroga -por poner sólo algunos ejemplos- reunían la común condición de caballeros ejercientes de la cortesía y los buenos modales.

Mucho peldaños hemos bajado el nivel, no ya sólo con respecto a aquellos republicanos ilustrados del pasado siglo, sino incluso a los políticos inaugurales de la actual democracia. Hoy sería más bien inimaginable un culto debate como el que entonces podrían sostener los profesores Enrique Tierno, Manuel Fraga o Gregorio Peces-Barba, sazonado por las agudezas de, un suponer, Santiago Carrillo o Alfonso Guerra.

"Manners before morals", decía Óscar Wilde en frase que, traducida un poco libremente, vendría a sentenciar que las (buenas) maneras son más importantes que los principios. De principios nunca anduvieron muy sobrados, según opinión general, algunos políticos españoles. Infelizmente, ahora parecen haber perdido también las formas hasta el punto de que ya empieza a resultar difícil distinguir entre el Congreso y la cantina. Manda huevos.

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