Una de las más sorprendentes condiciones de la naturaleza humana es la de la tendencia a persistir en los errores incluso cuando éstos se hacen patentes con una contundencia dolorosa. Resulta de lo más común leer declaraciones de próceres, intelectuales, atletas, empresarios y artistas de éxito -o mediocre- en las que sueltan eso de "no me arrepiento de nada" o "volvería a hacer lo mismo" como si se tratase de un mérito excelso eso de sostenella y no enmendalla. Parece como si el protagonista de semejante cabezonería tan inútil como peligrosa fuera el único que no se da cuenta de lo patético de su tozudez.

Siguiendo la norma general, el presidente Bush acaba de reconocer que fue un error el aventurar que Irak disponía de armas de destrucción masiva pero no se arrepiente ni de la invasión, ni del mantenimiento allí de las tropas expedicionarias. Sólo lamenta haber declarado la victoria de manera prematura. Tras la catástrofe republicana en las pasadas elecciones a la que ha llevado su nefasta gestión, Bush no es ya un pato cojo sino un ganso paralítico y desplumado. Quizá tampoco se haya dado cuenta aún de que va a ser considerado por la Historia como el peor presidente de los Estados Unidos pero, si contara con las luces suficientes como para entenderlo, es probable que siguiese con el discurso de la contumacia en la equivocación.

¿A qué vendrá un empecinamiento que no hace sino subrayar, para que no quepa duda alguna, la estupidez de quienes se equivocan? Es probable que buena parte se deba al orgullo, a la necesidad de mantener la autoestima cuando nadie más piensa ni dice cosas buenas de uno. O tal vez sea que la herencia de la incapacidad humana de rectificar procede de más lejos en la escala evolutiva, que tenga que ver con el papel decorativo, entre los primates, de los machos. Dar alaridos, golpearse el pecho y enseñar los dientes son maneras muy adecuadas de marcar el territorio pero sirven de poco cuando se trata de razonar acerca del sentido que tiene nuestro comportamiento.

Si las únicas consecuencias de la abundancia en el error fueran para quien lo comete, la cosa no pasaría de ser grotesca pero inofensiva. Sucede, sin embargo, que invadir un país, causar decenas de miles de víctimas, arruinar el delicado equilibrio geoestratégico de Oriente Medio, sumir a Irak en el desgobierno y poner el petróleo por las nubes anticipando la crisis en la que andamos metidos son secuelas que deberían llevar a que el Tribunal de la Haya interviniese. No estamos hablando ya de un cretino incapaz de entender que el pedir perdón es lo menos que cabe hacer cuando se llevan a cabo tales barbaridades. Se trata de que el mensaje que llega a la ciudadanía sea otro, que enseñemos a nuestros hijos que no es de recibo añadir la chulería a la barbarie, el empeño brutal a la equivocación, el desprecio hacia los demás a la falta de sentido común. Dicho de una forma bíblica, que quien la hace, la pague.