Desbocado como un caballo sin jinete, el paro galopa a crecientes velocidades de hasta 170.000 nuevos ex trabajadores por mes y -lo que es peor- el Gobierno admite ya que seguirá trotando por más que se le tire de las riendas.

Verdad es que la crisis afecta a todo el mundo, empezando por Estados Unidos; pero eso no explica que el desempleo -su principal y más dramática consecuencia- duplique en España las tasas de la Unión Europea e incluso las de algunos países con economías de medio pelo.

Algunos atribuyen esa peculiaridad española al boom de la construcción que acaba de explotarnos en las narices; otros a la rigidez un tanto cadavérica de su mercado laboral y no falta siquiera quien culpe de nuestro desaforado nivel de paro a una combinación de ambos factores. Cualquiera sabe.

Puestos a buscar explicaciones, pocos habrán reparado tal vez en que la actual estructura económica de España es -en buena parte- una de las últimas herencias del franquismo, aunque el juez Garzón no haya extendido hasta ese punto sus pesquisas.

Declarado enemigo del liberalismo en todas sus formas, el Caudillo instauró un régimen autárquico que derivaría hacia una especie de capitalismo de Estado al modo soviético. Como cualquier régimen de los inspirados por Marx, el Estado franquista poseía y administraba empresas siderúrgicas, papeleras, fábricas de coches, compañías eléctricas, telefónicas y de aviación, factorías de armamento, astilleros, emisoras de radio y televisión e incluso una cadena de periódicos. Devoto del monopolio, el franquismo lo ejercía sobre ramos tan distintos como la gasolina y el tabaco.

Sobra advertir que los principios del mercado y de la libre competencia eran inaplicables dentro de semejante régimen, cuyo marco de relaciones laborales -tan rígido que impedía el despido en la práctica- no dejaba de asemejarlo también al de los sistemas comunistas contra los que Franco ejerció oficialmente de paladín y centinela.

Todo ello hizo de la economía franquista una máquina de fabricar parados, por más que los nostálgicos con mala memoria crean recordar que España disfrutaba entonces de pleno empleo. En cierto modo, así era. Los millones de desempleados que generaba aquel anacrónico régimen solían encontrar trabajo en las fábricas de Alemania, Francia, Suiza y tantos otros países que entonces fundaban su prosperidad en la democracia y el libre mercado. El lugar del Instituto Nacional de Empleo lo ocupaba entonces el Instituto Nacional de Emigración encargado de colocar a los españoles por el mundo adelante. El régimen exportaba a los parados y todos tan contentos (excepto los emigrantes forzosos, claro está).

Franco quería que todo estuviese bien quieto y parado: y a fe que lo consiguió. Aquí no se movía ni una hoja.

Con la llegada de la democracia y el ingreso en la Unión Europea, aquel elefantiásico Estado creado por el franquismo se fue extinguiendo poco a poco, pero aún hoy es el día en que algunos de sus efectos siguen vivos en la economía española.

El monocultivo del hormigón que ahora se ha desplomado sobre nuestras cabezas comenzó, por poner un ejemplo, durante los años del desarrollismo franquista y no paró de engordar -ya en democracia- hasta que alcanzó su cénit con la burbuja inmobiliaria de los noventa. La misma que, tras su estallido, factura ahora miles de parados al día.

De aquellos polvos (de cemento) vienen en buena medida los actuales lodos del paro que han situado a España como líder del desempleo en Europa. Y algo tendrá que ver también con eso el entumecido marco de relaciones laborales y la bajísima productividad que España heredó del extraño régimen fasci-comunista del general.

Habrá quien considere excesivo cargar también las culpas del paro sobre Franco, que ya lleva treinta años quieto y parado bajo una losa. Pero ya se sabe lo alargada que llega a ser la negra sombra de algunos.

anxel@arrakis.es