El mismo destacamento gastronómico que se batió con honor en Monterroso viajó el fin de semana pasado hasta Sergude para pasar a cuchillo (y, claro) a cinco soberbios gallos de la divisa de don Manuel Illobre, que debutaba como ganadero. El aliciente de la cita consistía en comparar la calidad de estos ejemplares con los legendarios volátiles criados en el corral coruñés de la Moura, de cuyo encaste proceden. Dos de ellos resultaron parejos, en tamaño y prestancia, con sus famosos primos pero a los otros tres quizás les hubiera hecho falta dos meses más de engorde antes de rebanarles el cuello. Como cualquier avezado ganadero sabe, la genética es un factor decisivo en la calidad de la carne pero la alimentación y el régimen de vida no son menos importantes. Un gallo de buena raza puede llegar flojo a la cazuela si en los meses previos a la matanza no comió grano, verdura, lombriz y finas hierbas, a discreción y en las proporciones adecuadas. Y tampoco prospera si no corre libre por el campo para ejercitar sanamente la musculatura y liberar la energía de la lujuria reprimida. (Como hacían antaño los seminaristas, entre los que por cierto se dieron muy buenos jugadores de fútbol). Los gallos para cebo y los toros de lidia están condenados a llevar una soltería forzosa y suelen llegar vírgenes a su hora final, salvo casos aislados de mariposeo. De todas formas, el debut como ganadero de Illobre, pese a los nervios propios de la presentación, resultó un éxito. Y eso que el tribunal examinador (una selecta representación de las facultades compostelanas de Químicas y de Matemáticas, y los propietarios del restaurante Fornos) imponía respeto. El que esto escribe, que no es precisamente un gastrónomo acreditado, se limitó a ayudar como pinche en la cocina y peló todas las patatas que no había tenido ocasión de mondar a su paso (obligado) por el Ejército. Ingentes cantidades, en dos tandas. Las de Bergantiños para acompañar el guiso de los gallos, y las del Ulla, para darle consistencia a una sopa de puerros con tacos de jamón ibérico, que resultó ideal para templar el estomago en una jornada de mucho frío. Llegué a la conclusión, tras la experiencia con el cuchillo, que la piel de la patata de Bergantiños es mucho más áspera y difícil de pelar que la del Ulla, aunque eso nada tiene que ver con la bondad del producto. Y tal circunstancia - me dijo uno de los profesores presentes- se debe al tipo de tierra en la que se cultiva el tubérculo. Me encanta acudir a estas citas culinarias con gente tan docta porque se aprende muchísimo. Si no me lo explicasen de esa forma, yo hubiera creído que la dificultad para pelar las patatas tendría algo que ver con mi proverbial impericia o con el escaso filo del cuchillo. Por lo demás, la jornada resultó muy grata y la sobremesa se prolongó hasta la hora de la cena, al calor del fuego de la chimenea. A la vuelta, pasado Órdenes y ya en la bajada hacia la costa, cayó una ligera nevada. La visión de la nieve, aún desde dentro de un automóvil confortablemente climatizado, ayuda a hacer la digestión. No es muy científico lo que digo, pero yo soy de letras.