Todos los libros sobre la II Guerra Mundial señalan a los países europeos como corresponsables de su estallido, pues se negaron a reconocer, y a tomar medidas, contra el rearme fanático y armamentístico de Adolfo Hitler en los años treinta. Para cuando quisieron hacerlo, ya era demasiado tarde. Las decisiones preventivas, salvo la malhadada prevención bushiano-aznariana, cuyas consecuencias todos conocemos, nunca ha sido una virtud de la diplomacia occidental. Tampoco, hay que decirlo, de algunos autoproclamados analistas. Ahora, por ejemplo, más de un premio Nobel, y muchos candidatos a serlo, proclaman en sus artículos que la situación económica actual se venía venir, que Greenspan era un fundamentalista del mercado y que tenían que haberse frenado mucho antes los desmanes que nos han llevado a esta crisis, pero todos esos que ahora se rasgan las vestiduras callaban como muertos cuando deberían haber hablado. Ocurre, ahora, con Rusia. Es evidente que la patria de Putin es un país aherrojado por las mafias y los poderes fácticos confabulados con el Kremlin, y que está utilizando sus enormes recursos energéticos para forzar el silencio de Europa ante sus desmanes en Chechenia, en Georgia, en tantas ex repúblicas soviéticas. Su democracia es tan sólo aparente, y la cárcel, cuando no la muerte, se antoja el destino inexcusable de quienes osan enfrentarse al poder establecido. Es obvio, también, que tras el castigo infligido al amor propio nacional durante el desmembramiento de la URSS, Rusia se ha embarcado en un proceso de autoafirmación que recuerda, precisamente, a la obsesión aria hitleriana, y que tiene su símbolo en la recuperación de la figura de Stalin, quien en una hipotética parrilla de salida de la Infamia habría ocupado, sin duda, y por delante del propio Führer, la pole position. Los niños rusos, en las escuelas, aprenden a valorar el legado del mayor matón de la Historia, del responsable directo de la muerte por inanición de millones de campesinos, de la liquidación atrabiliaria de millones de compañeros de Revolución, de millones de compatriotas transmutados en enemigos del Estado por obra y gracia de su mente paranoica y obsesiva. Todo esto forma parte de la realidad rusa de hoy, pero Europa se calienta con su gas y funciona con su petróleo, y Europa, por tanto, calla. Dentro de unos días, por obra y gracia de la venta de Repsol, España pasará a formar parte de la estrategia global de esa nueva Rusia. El Gobierno dice que los directivos seguirán siendo españoles. Más que un consuelo, parece un insulto a la inteligencia. En fin. Siempre nos quedará, en cualquier caso, Vasili Grossman. En su Todo fluye, leo estos días que la historia del hombre es el eterno paso de una forma de violencia a otra. También la del dinero. Fluye ahora el dinero. Y, con él, su violencia enmascarada.