Los porteros que mataron al joven Alvaro Ussía en la puerta de la discoteca madrileña donde prestaban sus servicios no eran sino maleantes que el dueño del negocio había colocado allí. Poner a un matón en la entrada de un local donde, por lo demás, no es raro que la clientela vaya o se ponga hasta arriba de todo, es lo que tiene, y, sobre todo, es lo que es: una tragedia anunciada. Sin embargo, la gerencia de ese antro no parece hallarse imputada por su responsabilidad, en algún grado, en el asesinato del chico, como tampoco, al parecer, el Ayuntamiento que, sobre ser el verdadero propietario del local, había desatendido en innumerables ocasiones las requisitorias de su propia policía para que fuera clausurado, pues se trataba, al carecer de las licencias pertinentes y contravenir la normativa, de un negocio ilegal.

Un negocio ilegal instalado en una propiedad municipal, en uno de los barrios más lujosos de Madrid, y cuya parroquia son chicos de clase alta. La descripción del escenario del crimen tal vez ayuda a comprender el celo que el Ayuntamiento y la Comunidad han puesto, cuando se ha producido una muerte allí, en sanear deprisa y corriendo el sector en la ciudad de Madrid, plagado todo él, como en tantos otros lugares, de negocios ilegales y de matones descerebrados a sus puertas. Los jóvenes asesinados por los hampones en nómina de las discotecas del extrarradio y de los suburbios, muchos en los últimos años, no merecieron acciones tan diligentes de las autoridades, acciones que, por cierto, habrían evitado la muerte de Alvaro Ussía y muchas otras muertes.

En el banquillo del tribunal que haya de juzgar y castigar a los porteros de la discoteca de Rosales no parece que vayan a sentarse, en suma, los que por dejación, irresponsabilidad, omisión y váyase a saber cuantas cosas más, contribuyeron, como cooperadores necesarios, al último crímen de discoteca.