En su deslumbrante "Mazurca para dos muertos", Camilo José Cela habla de las nueve señales del hijoputa. Fabián Minguela, uno de sus personajes, parece tenerlas todas. Raro, excepcional, porque siempre suelen faltar, a juicio del narrador, un par de ellas. A través de la Mazurca, y como una letanía, como mandamientos, se van deslizando las señales una tras una. La quinta, por ejemplo, las manos blandas y frías, como babosas; la sexta, que es el mirar huido de los que no parecen mirar por derecho siquiera en la oscuridad; la cuarta, que es la barba por parroquias, el barbilucio, o barbilampiño, a suspiros; la tercera, la cara pálida como los muertos; la novena, la avaricia? Las señales del hijoputa, aportadas por don Camilo a la historia de la Literatura y de la Infamia, son una buena guía para andar por el mundo: conocerlas, al menos en mi caso, ha demostrado su eficacia anticipatoria. Pero, a veces, uno tiende a pensar que existe una hijoputez pública. Que la sociedad, en su conjunto, puede ser muy hijoputa. La sociedad Minguela. Si se observa con atención, si se leen los periódicos con detenimiento, sus señales, claras como las de Fabián, acaban revelándose. Estos días, por ejemplo, en España se ha manifestado con acritud la primera: el ataque al triunfador. Miquel Barceló, uno de los más grandes artistas vivos, esclavo de su taller y alérgico a los saraos, se ha visto envuelto en una polémica absurda sobre el origen de la financiación de su obra en la ONU de Ginebra. La crónicas sobre el escandalito, más que información, exudan a raudales la envidia más rancia de la dehesa, destilan su patético intento de arrastrar al artista al lodo de los emolumentos, de la política, a la propia salsa en la que se cuece diariamente esa hijoputez pública que don Camilo, qué pena, se murió sin abordar. Hace apenas unas semanas ocurrió algo parecido en Francia y Chequia con el delirante intento de condenar a Milan Kundera, cumbre viva de la Literatura, por un oscuro episodio de supuestas delaciones cogido con papel de fumar y ocurrido sesenta años atrás. La sociedad checa, en su conjunto, se reveló en su hijoputez agarrándose a esa nimiedad para desprestigiar a un autor del que debería vanagloriarse, que huyó de la opresión soviética y logró triunfar en Francia a base de esfuerzo y talento, que ha llevado con sus obras el nombre de su país natal a todo el mundo. La primera señal de la hijoputez pública es la de rebelarse contra aquellos que la han hecho más grande. Podríamos, claro, aplicarla al ámbito privado y cerrar con ella, a modo de decálogo, la lista de don Camilio, pero el maestro nada dijo de ella y así los respetamos. Por lo demás, Barceló está tranquilo. Sabe que a su legión de admiradores nos importa un bledo lo que cobra. El arte, por supuesto, no tiene precio. Es de las frases más inteligentes que ha dicho Moratinos en mucho tiempo.