Ya que el paro tiene mal arreglo, los sindicalistas de Comisiones Obreras han decidido ponerle coto a la contaminación con un informe sobre las emisiones de anhídrido carbónico a la atmósfera. Dirán los más quisquillosos que el papel de un sindicato es velar por los derechos de los trabajadores antes que por la calidad del medio ambiente, pero una cosa no quita la otra. A falta de trabajo, bueno es que los parados disfruten al menos de sus forzosas vacaciones en un entorno saludable.

Lógicamente inquietos por la salud laboral de los trabajadores y de la población en general, los dirigentes de CC OO constatan en su estudio que España excedió más de lo deseable la emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera durante los últimos veinte años. Y razón no habrá de faltarles.

Extraña un tanto, sin embargo, que los sindicalistas constaten con satisfacción el hecho de que la crisis inmobiliaria vaya a redundar en un descenso de las emisiones de CO2 a la atmósfera, con los benéficos efectos que eso tendrá sin duda para la reducción del agujero en la capa de ozono. Efectivamente, la previsible quiebra de las industrias vinculadas a la construcción, tales que la del cemento, la cal y el ladrillo, está haciendo bajar ya en un porcentaje que Comisiones Obreras califica de "significativo" la contaminación del aire que se respira en España.

La noticia ha de considerarse buena e incluso resultaría magnífica de no ser porque el derrumbe del imperio del ladrillo esté mandando al paro a varios miles de trabajadores cada día. Ahora que el desempleo crece en progresión geométrica a un ritmo de casi 200.000 nuevos ex trabajadores por mes, parecería más lógico que los sindicatos se preocupasen por esos asuntos antes que por el deterioro -sin duda lamentable- del medio ambiente. Pero ya se ve que no es así.

Las gentes antiguas solían pensar, en su inocencia, que el propósito de cualquier sindicato es defender el empleo de quienes lo tienen además de exigirlo para aquellos que militen en las filas del paro. Se suponía que los sindicalistas quieren trabajo y por tanto industrias capaces de proporcionarlo; pero el orden de preferencias parece haber cambiado a favor de las exigencias del medio ambiente.

Llevada al extremo, esta nueva teoría sindical no sólo obligaría al cierre de las pocas -pero inevitablemente contaminantes- industrias de las que España y no digamos ya Galicia disponen. Además de eso, habría que tomar medidas urgentes contra las vacas que, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación, expelen a la atmósfera por su tubo de escape más gases que todos los automóviles del país en su conjunto.

Bastaría con eliminar a las marelas para que Galicia se convirtiese en un bucólico reino de verdes y desiertos prados, apto para inspirar las églogas pastorales de Virgilio. Puede que tal medida desatase la pérdida de miles de empleos en la ganadería e incluso la llegada de la hambruna, pero a cambio los gallegos -y quienes nos visitasen- disfrutaríamos de un aire limpio y de lo más alimenticio.

Habrá quien atribuya la repentina vocación ecologista de los sindicatos -o al menos de uno de ellos- al hecho de que se financien mayormente con las aportaciones de los Presupuestos Generales del Estado. Arguyen quienes así opinan que los encargados de defender a los trabajadores viven básicamente, al igual que la Iglesia y las organizaciones no gubernamentales, del dinero que les da el Gobierno.

Si tal hipótesis fuese cierta, nada parecería más lógico que se preocupasen del medio ambiente y hasta del cuidado de los jardines en medio de una de las crisis más abrumadoras del siglo. Cualquier cosa antes que ocuparse de la cada día más agobiante situación de los miles de trabajadores que mes tras mes alargan las colas frente a las oficinas de empleo. Contra el paro, ningún remedio mejor que la ecología. Y a vivir del aire.

anxel@arrakis.es