Extraño país es Norteamérica: y no sólo porque sus vecinos elijan a presidentes de distintos colores, religiones y orígenes geográficos. La cuestión del colorido va mucho más allá del actual episodio de Obama, tan trascendental y anecdótico a la vez.

Allí los rojos son en realidad los del partido de la derecha y los azules, lejos de identificarse con la Falange, son aquellos que militan en la izquierda (suponiendo que ese concepto europeo tenga alguna equivalencia en Estados Unidos).

No acaban ahí las paradojas. A diferencia de lo que ocurriría en España, un republicano viene siendo allá una persona de ideas más bien conservadoras, en tanto que la palabra "liberal" -identificada aquí con la derecha- sirve para definir en Norteamérica a los progresistas e incluso a los progres a secas.

Admirable resulta también que las dos opciones entre las que mayormente se da a elegir a los votantes estadounidenses sean la demócrata y la republicana: conceptos sinónimos que de acuerdo con el diccionario significan aproximadamente lo mismo. Gane quien gane, los ciudadanos de tan retrógrado país tienen la garantía de saber que han votado a favor de la democracia y de la República. Quién nos diera esa oportunidad.

Nada de ello impide que en Europa -y de modo particular en España- se mire con absurda condescendencia a los norteamericanos que aquí suelen ser tachados desdeñosamente de "neoliberales". Es decir: neogenerosos, neocomprensivos, neolibrepensadores y neopartidarios de la libertad individual, si hemos de atender al significado que las academias de la lengua dan a tal palabra.

Esa es otra de las rarezas de Estados Unidos. Liberales y hasta anarcoides por lo tocante a su radical desconfianza del Estado, los americanos son extremadamente conservadores sin embargo en lo que atañe a las costumbres.

Prueba de ello es que llevan más de doscientos años guardando la tradición de elegir cada cuatro a su presidente y más de siglo y medio haciéndolo en el primer martes que sigue al primer lunes del mes de noviembre. A despecho de las guerras, los desastres económicos o cualquier otra desgracia, han sabido mantener invariable el hábito de votar en la fecha prevista. Quiere decirse que pocos otros pueblos -si alguno- les ganarán a tradicionalistas y demócratas a la vez.

Conservadores pero también revolucionarios como corresponde a su origen, los ciudadanos de esa unión de repúblicas federadas no sólo eligen a su Jefe de Estado -posibilidad vedada a los españoles y otros europeos-, sino que también pueden darse el gusto de escoger a los representantes del poder legislativo, a los del judicial e incluso al sheriff de su condado. Extraños conservadores estos: al menos si se comparan sus costumbres políticas con las de la progresista España donde el Jefe del Estado lo es por razones de estirpe y los ciudadanos han de conformarse con votar listas cerradas de candidatos que, a su vez, elegirán en segunda instancia al presidente del Gobierno.

Tampoco la Historia nos da motivo para grandes alegrías. A diferencia de la aburrida tradición norteamericana por la que se repite invariablemente cada cuatro años la misma elección, en esta parte de la Península hemos disfrutado -como buenos latinos- de una mucho más imaginativa variedad de sistemas. A saber: doscientos golpes militares, dos repúblicas, varias dinastías monárquicas, un par de dictaduras que ocuparon la mayor parte del pasado siglo y finalmente una democracia que con poco más de tres décadas de existencia ya ha batido el récord de parlamentarismo liberal en España.

Tanto da. Con esa corta experiencia de treinta años, no son pocos los españoles que se permiten mirar por encima del hombro a la conservadora América que tan sólo carga con dos siglos y pico de elecciones a sus espaldas. Decididamente, estos yanquis son gente de lo más raro. No como nosotros.

anxel@arrakis.es