Regreso a Vigo para reunirme con unos buenos amigos. Esta vez, en tren. Un trayecto -anuncian en la prensa- que se ha reducido en diez minutos gracias a unas obras de reforma en las vías que soportarán el paso del AVE. Como voy hasta el final de la línea, escojo un asiento junto a la ventanilla y en la dirección de la marcha para ver mejor el paisaje y disfrutar del espléndido panorama de las rías, a partir de Padrón. Hay pocos tramos ferroviarios tan bonitos como éste. El convoy camina junto a la ribera del mar durante un buen trecho y una sucesión de hermosas estampas va llenando la retina. Pero, mi gozo en un pozo. Al parecer, la dirección de la compañía ha cambiado la tradicional libertad de elección de asiento por un rígido sistema de plazas numeradas y el revisor nos emplaza a cumplirlo a rajatabla. En plena marcha se produce un trasiego incomodísimo de viajeros de vagón en vagón, todos resoplando y maldiciendo. Una señora mayor, que se desplaza con dificultad por el pasillo, abrumada bajo el peso de una enorme bolsa, echa pestes contra el autor intelectual de la iniciativa. "Sólo a un idiota se le puede haber ocurrido cosa semejante en un tren de media distancia con cuatro paradas. Antes, que yo sepa, no había ningún problema. Además podían haber avisado al comprar el billete y dar opción a escoger sitio. No es lo mismo viajar hasta Santiago que hasta Vigo". Efectivamente. Llegados a la estación compostelana, se bajan la mitad de los viajeros y suben otros tantos, como es habitual en este recorrido... Por una de esas casualidades del destino, justo enfrente de mí se sienta la historiadora Rebeca Quintáns, que va al mismo sitio que yo. Rebeca es la viuda de Andrés Sánchez, el periodista avilesino que murió repentinamente en el alto de la Capelada (el lugar que más le gustaba del mundo) mientras abrazaba el viento y se hacía unas fotos con la familia. La muerte de Andrés me impresionó profundamente y me acuerdo de ella cada vez que reflexiono sobre el sentido de la vida y sobre la mejor forma de dejarla. Ya en Vigo, nos estaban esperando unos amigos comunes para llevarnos a comer al Roucos, una de las tabernas que resisten el acoso de la especulación inmobiliaria con el mismo espíritu que la tribu de Asterix frente a las legiones de Julio César. Pasamos una agradable jornada bajo las pinturas de Laxeiro y de una foto del maestro Ferrín, que son dioses tutelares de este mágico lugar. Entre los comensales está Gustavo Luca de Tena, navegante y escritor, que nos explica una teoría sobre el picante de los pimientos de Padrón, recogida de un experto. Según esta versión, cuando los pimientos sienten que su peso en la mata les pone en peligro de una inminente recolección desarrollan una sustancia que los hace incomibles. En la misma forma que algunos animales segregan un veneno para protegerse de sus depredadores. Es posible. Por la noche, ya en el tren de vuelta a casa, y bien acunado por un albariño casero del Rosal y un licor café inconmensurable, voy pensando en estas cosas, en la amistad, en el amor, en la muerte, y en las plazas numeradas del tren. ¿ No sería mejor que nos dejasen escoger, dentro de lo que cabe, el sitio a donde queremos ir y el lugar donde nos apetece sentarnos ? Un buen viaje es como una buena vida.