Alentados por la organización humanitaria Amnistía Internacional, varios deportistas gallegos del pasado y el presente han decidido ponerle una china en el zapato al régimen que organiza las ya inminentes Olimpiadas de Pekín.

Coraje no les falta a los ciclistas Óscar Pereiro y Álvaro Pino, al futbolista Roberto Lago y al baloncestista Fernando Romay que -entre otros- protagonizan videos bajo el eslogan: "Con los derechos humanos no se juega" para denunciar los estragos de la dictadura china en materia de libertades.

El juego de palabras con los Juegos Olímpicos no puede ser más atinado, ahora que todos los gobiernos democráticos del mundo acuden sin reparos a la llamada de Pekín alegando que con las cosas de comer no se juega. Y China, quinta potencia mundial -por el momento- es un mercado demasiado apetecible como para andarse con quisicosas de derechos humanos, censura, libertad, ejecuciones y demás minucias. Se mira para otro lado y ya está.

Aunque situada en el Lejano Oriente, China se encuentra mucho más cerca de lo que cualquiera pudiera suponer, tal como sugirió proféticamente Marco Bellocchio al titular "La Cina é vicina" (China está ahí al lado) una película que alcanzó cierta notoriedad allá por los años sesenta.

Esa proximidad era ya manifiesta por aquel entonces, cuando el régimen chino ejercía una curiosa fascinación sobre los jóvenes cachorros de la burguesía de Europa y América, embelesados por el pensamiento de Mao Tse Tung y su Libro Rojo de Petete. Algunos de aquellos maoístas llegarían a ocupar años más tarde altos cargos en las "corruptas" democracias de Occidente, lo que demuestra hasta qué punto fue efímera -como todas- esa moda ideológica.

Menos pasajera y mucho más próxima es la relación que la República Popular Social-Capitalista de China mantiene ahora con los países democráticos, incluida España. Ya no son frágiles ideologías con fecha de caducidad lo que el gigante asiático exporta, sino productos tangibles y de precio alarmantemente competitivo.

Olvidados los tiempos del pesadísimo Libro Rojo, los chinos demuestran una extraordinaria habilidad para vender a todo el mundo contenedores llenos de ropa, piezas de ordenador, cachivaches de Todo a Cien, juguetes e incluso espárragos de Navarra o pimientos del piquillo con denominación de origen made in China.

Gracias a esa singular mezcla de lo peor del capitalismo y lo peor del comunismo, la dictadura china ha conseguido que el producto interior bruto de su país creciese a un ritmo -ciertamente brutal- de entre el 10 y el 15 por ciento durante los últimos años. El súbito enriquecimiento del país alumbró una novedosa casta de multimillonarios a la vez que creaba enormes bolsas de pobreza, pero incluso estas últimas resultaron asumibles dado el extremo grado de penuria al que el régimen de Mao Tse Tung había abajado a su pueblo.

Lo que no cambió en absoluto fue la esencia de un régimen que hinca sus raíces ideológicas en la dictadura del proletariado (es decir: del Estado) y, como tal, sigue castigando cualquier disidencia con severas penas de prisión e incluso de muerte. Tal como recordaba ayer Amnistía Internacional cumpliendo con su loable función de mosca cojonera de los gobiernos, en China son ejecutadas año unas 8.000 personas, circunstancia fácilmente explicable si se tiene en cuenta que existen en ese país hasta 68 distintos delitos castigados con la pena capital.

Mucho es de temer que, al igual que ocurrió en los Juegos presididos por Adolfo Hitler en el Berlín de 1936, los jerarcas chinos quieran ocultar olímpicamente sus desmanes bajo la bandera de los cinco aros. Por eso conforta saber que aún quedan deportistas -algunos de ellos gallegos- con el arrojo cívico suficiente como para ponerle chinitas al desfile triunfal de la dictadura. Felizmente, hay vida más allá del deporte.

anxel@arrakis.es