Confiesa con inusual y algo tardía sinceridad el ministro de Economía Pedro Solbes que no sabe de dónde va a sacar el dinero para financiar las necesidades de los diecisiete reinos autónomos de España. Ahí queda eso.

Estas cosas ocurren cuando un gobierno no duda en usar los métodos del profesor Bacterio: aquel personaje de los cuentos de Mortadelo y Filemón que ideaba los más disparatados inventos sin preocuparse de sus resultados y mucho menos del coste que pudieran tener.

Siguiendo la popular fórmula Bacterio, el actual Gobierno urdió alegremente todo tipo de leyes -ya fuese la de Dependencia, ya la del Estatuto de Cataluña- en la creencia de que el papel aguanta lo que se le ponga. Los cuartos ya vendrán por añadidura.

Hasta no hace mucho, los caudales precisos para financiar cualquier invento solía ponerlos la Unión Europea, detalle que facilitaba el lucimiento de los gobernantes. Venga a construir autovías, vengan autopistas, vengan trenes de alta velocidad -salvo a la remota Galicia-, que ya echaremos luego mano de las propinas que nos envíe Bruselas. Y efectivamente, el maná de Europa llovía siempre con puntualidad sobre esta parte de la Península.

El de los fondos europeos parecía ser un saco sin fondo, pero todo se acaba en esta vida. Con la entrada de los nuevos y más menesterosos socios de la antigua Europa comunista, el río de dinero de la Unión ha sufrido un trasvase hacia el Este y ahora España se encuentra con la necesidad de pagarse sus propios vicios.

Para mayor aflicción, el corte del grifo de las subvenciones ha venido a coincidir con una crisis que en sólo unos pocos meses dejó vacías las arcas del Estado, según acaba de admitir -lógicamente compungido- el ministro de Economía.

Quiere decirse que no hay dinero suficiente para todos, circunstancia especialmente enojosa si se tiene en cuenta que el reparto de fondos entre las autonomías se hace en España por el viejo sistema de la rebatiña (o rapañota) en el que los más fuertes se llevan la mejor parte del botín.

Rehén de los compromisos adquiridos con Cataluña, Solbes admite muy juiciosamente que el Estado debe cumplir con el Estatuto de ese reino sin que ello implique una merma de ingresos para los restantes territorios autónomos de España. Infelizmente, eso es tanto como lograr la cuadratura del círculo: y ni siquiera la exagerada condición de brujos que suele atribuirse a los ministros encargados de llevar las cuentas bastaría para obrar tal milagro.

El buen sentido invita a pensar más bien que al Gobierno no le quedará otro remedio que establecer un cierto orden de prioridades en el que Cataluña ocupa el primer lugar. Los políticos catalanes obtuvieron un trato -léase un Estatuto- de privilegio en los tiempos de bonanza, cuando el dinero de la construcción desbordaba las alcantarillas y nutría el Tesoro Público. Lógico es que ahora quieran cobrarse lo pactado, haya o no cuartos para pagarlo.

Otro tanto ocurrirá, sin duda, con Andalucía: la comunidad donde tradicionalmente se deciden las elecciones generales gracias a su amplio censo y a la acreditada fidelidad de sus votantes. Y aún quedan Madrid y Valencia, reinos políticamente infieles pero de ineludible poderío económico.

Sobra decir que las migajas de este banquete en el que se han recortado los gastos de vino y postre van a tocarles a aquellas comunidades que, como Galicia, no dispongan de Estatutos blindados, de influencia política, de peso económico ni aun del suficiente número de electores para poner sobre la mesa.

Mucho es de temer, por tanto, que el AVE haya volado definitivamente de Galicia a la vez que el dinero de la Ley de Dependencia con el que se iban a sufragar los cuidados de la muchedumbre de ancianos de este país. Salvo que se le haya entendido mal a Solbes, el Gobierno nos va a dar la independencia económica. Y eso que nadie se la había pedido.

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