El poco optimismo que me quedaba sobre el futuro económico de España, ha quedado reducido a unas migajas, cuando he escuchado al bueno de Solbes pedir optimismo. Las autoridades monetarias lo que suelen pedir es dinero, a través de los impuestos, y con no muy buenas maneras, así que cuando he oído al jefe que nos armemos de optimismo he llegado a la conclusión de que las cosas están bastante peor de lo que suponía mi ignorancia. Pedir optimismo a los ciudadanos desde el ministerio de Economía es algo así como solicitar resignación cristiana desde el Ministerio de Sanidad para luchar contra las listas de espera, o como si Elena Espinosa, ante una amenaza de sequía futura, estableciera un plan de rogativas para sacar vírgenes y santos con el fin de ablandar al Supremo Hacedor. Si los planes de regadíos dependen del humor del cura párroco, y la economía, que es ciencia numérica, depende de una emoción tan difícilmente mensurable como es el optimismo, el asunto debe de ser de mucha gravedad.

Contaba Paco Fernández Ordoñez, la historia del bimotor en el que viajaba un obispo. Sucedió que tonteó uno de los motores y, al poco, comenzó a petardear el otro. El piloto, asustado, le dijo a su ayudante que se dirigiera hasta el asiento del obispo y le comunicara el catastrófico estado de la navegación. El copiloto, muy fino, informó de esta manera: "Monseñor fallan los dos motores, así que estamos en las manos de Dios". El obispo sopesó la noticia con flema, y comentó escueto: "Mal asunto".

Pues eso: que ha venido el copiloto de la nave del Estado y, tras sopesar el estado de la navegación, ha informado en la Diputación Permanente del fallo de los motores y, como vivimos en un Estado laico -faltaría más- resulta que todo queda en manos de nuestro optimismo. Mal asunto.