De modo que. reunido el sanedrín de la política financiera del Estado para buscar terreno propicio a los acuerdos entre autonomías -un empeño difícil porque se aplica como básico el viejo principio de "amiguiños si, pero a vaquiña polo que vale"- y, a la vista del resultado, no debe extrañar la inquietud que existe en el mundo económico gallego. Y en el político también, porque ya se sabe que quien predica para lograr votos, pero no tiene trigo que repartir, suele quedarse más sólo que la una, lo que es malo para él, pero todavía peor para el país.

Y no se trata de exagerar, conste. Si el señor vicepresidente Solbes, nada menos, reitera su rechazo a considerar para el reparto del dinero factores que, como el envejecimiento o la dispersión poblacionales, encarecen en Galicia la mayor parte de los servicios, pero sobre todo los sociales, hay razón, no ya para la inquietud, sino también para el enfado. De forma especial cuando es constatable que a otros, incluso con mayor capacidad y recursos, se les discute menos, y con menor énfasis, argumentos que, por lo menos a primera vista, parecen más débiles.

La oposición, que como es natural está a la que salta y procura no desperdiciar ocasión para criticar a la Xunta, lo ha hecho ya en este asunto con un par de razones bastante sólidas. La primera, recordando que durante los últimos tres años aquí se ha presumido de amistad con el Gobierno central y reiterado los mensajes -directo y subliminal- de que, gracias a ella, se conseguirían cosas que con otros no. La segunda, que nada o muy poco de eso se ha cumplido, y la culpa la tiene la falta de peso específico del PSdeG en el PSOE, sobre todo si se mira al PSC o al PSA. Punto.

Lo malo de esa reflexión es que aún puede empeorar, sobre todo si se analiza la hipótesis de que lo que le sucede a Galicia no es responsabilidad de unos, en este caso socialistas, sino también de otros: cuando aquí gobernaba el señor Fraga y allá -en Madrid- don José María Aznar, se presumía también de amistades y el resultado no fue precisamente halagüeño: para lograr la promesa de que determinadas necesidades se atenderían tuvo que ocurrir lo del Prestige. Un recordatorio que no le gusta al PP, pero que es exacto y que demostraría que a quien le falta peso es al país.

Una conclusión así resulta tremenda, pero vale la pena meditarla. Sobre todo porque no tiene por qué ser incorregible: si éste es hoy una autonomía liviana habrá que buscar el modo de fortalecerla, y el mejor parece sumar sus partes -y partidos- en un frente común. De ese modo sería difícil que, aun sin un Estatuto comparable, Galicia tuviese un trato muy diferente al de Cataluña. Por ejemplo.

¿Eh...?