La globalización económica impone cambios que serían impensables hace unos pocos años. El hábitat de los animales salvajes se reduce drásticamente, y para ver leones o elefantes en su estado natural, y en régimen de semilibertad, resulta más barato y más cómodo viajar hasta el parque de Cabarceno, en Cantabria, que hasta una reserva en África. Parecerá exagerado lo que digo, pero es más fácil tropezarse con un tigre de Bengala en un registro judicial que durante una expedición a la jungla asiática. Los policías que entraron en la casa del poderoso asesor urbanístico del ayuntamiento de Marbella, señor Roca, se vieron sorprendidos por unos intimidatorios rugidos en el interior del inmueble. Pasado el estupor inicial, avanzaron con cautela hacia uno de los inmensos salones y al fin pudieron ver un espléndido ejemplar de esa clase de felino metido en una jaula. Simplemente, formaba parte de la decoración. Podía haberse contentado el dueño de la mansión con los consabidos peces de colores, o con un canario flauta, pero el exceso de dinero enloquece a los horteras. El anecdotario de encuentros fortuitos entre humanos de la raza blanca y fieras de la selva va en aumento. Un día, la prensa nos informa del susto enorme que se llevó una señora al encontrarse una boa enrollada en su tendal; y otro, de la alarma que causó entre el vecindario de una urbanización la huida de un leopardo doméstico que algún insensato había criado como si fuera una mascota. El trafico ilegal de animales exóticos es uno de los más lucrativos, incluso por delante del narcotráfico, y produce beneficios fabulosos. Pero no sólo habitan entre nosotros ejemplares de la fauna salvaje destinados al coleccionismo o a la exhibición. También existen numerosos establecimientos especializados en la cría de especies susceptibles de comercialización por la industria de la alimentación, de la peletería, de la marroquinería o del calzado. Y a nadie le extraña demasiado toparse, durante un paseo por el campo, con una granja dedicada a la cría de cocodrilos, de avestruces o de visones americanos. Lo último que hemos sabido es de un proyecto para instalar una gigantesca factoría de langostinos tropicales en Medina del Campo, localidad castellana alejada del mar aunque fue cuna de almirantes. Los promotores aseguran -faltaría más- que el criadero será mas respetuoso con el medioambiente que las plantas de acuicultura que destruyen humedales y manglares, y, de paso, evitará las enfermedades contraídas por los langostinos en el mar. No obstante, el gran atractivo de la operación es su proximidad al mercado de Madrid, ciudad donde son especialmente aficionados al consumo de esos crustáceos. No es una novedad la existencia de una instalación marisquera en Castilla. Allá por la década del setenta, un cuñado de la propietaria del desaparecido restaurante coruñés "La Viuda de Naveiro", que residía en Toro, me invitó a visitar la cetárea instalada por unos vascos, que distribuía para toda la zona interior de España. Lo cierto es que manejaban un material de primera calidad. "No hace falta ir a Galicia para tomar una buena centolla", me dijo socarrón.