El Gobierno acaba de hacer públicas, por primera vez en la historia, las balanzas fiscales de las comunidades autónomas, un indicador económico muy impreciso y complejo que, convertido en instrumento político, se presta a las más torticeras interpretaciones. Lo que el presidente Zapatero presenta como un ejercicio de transparencia es en realidad el pago de un peaje -especialmente a los nacionalistas catalanes, incluidos los de su propio partido político- para servir en bandeja a las autonomías más ricas un argumento victimista con el que exigir mayor financiación. De paso, ha contribuido a abrir una indeseable grieta entre los territorios de España en un muy mal momento económico.

¿Quién debe pagar más a Hacienda: un millonario o un parado? La respuesta, sin necesidad de sesudos estudios, es tan obvia como lo era prever el resultado de las tan cacareadas balanzas fiscales, una reivindicación de Catalunya que acaba de complacer el Gobierno de Zapatero, tras darle largas durante dos años y pese a las dudas del ministro de Economía, Pedro Solbes.

Las balanzas pretenden dilucidar el saldo económico entre lo que los ciudadanos de una comunidad aportan a las arcas del Estado y lo que esa comunidad recibe en inversiones públicas. Es de sentido común que los saldos son desfavorables para las autonomías ricas, que aportan más de lo que reciben, y favorables para las pobres, más necesitadas de apoyo para eliminar desigualdades que en un mismo país resultan irritantes e insoportables. A largo plazo, la clasificación no significa nada. Hay autonomías que tienen una elevada renta per cápita cuya situación puede cambiar en cualquier momento. Galicia nunca figuró entre las autonomías ricas, pero si se cumplen las previsiones de convergencia de la Xunta, podría conseguirlo en un lustro. Como elemento de análisis teórico, las balanzas fiscales sólo muestran el efecto redistributivo de la actividad financiera de la Administración central sobre el territorio. Usarlas para medir el compromiso fiscal, como pretenden las comunidades más ricas para justificar un supuesto expolio y exigir más dinero, es sumar peras con manzanas. Quienes pagan impuestos son los ciudadanos, no los territorios. Y es a éstos, individualmente, con independencia de la tierra donde residan, a los que hay que garantizar, con las aportaciones de todos, el disfrute de unos servicios básicos de igual calidad. La solidaridad no se contrapesa.

Convertir esas diferencias en una epidemia de agravios comparativos es una aberración pero también una tentación fácil, y no exclusiva de España. Milán se rebeló hace años al grito de "Roma ladrona" porque consideraba que el sur del país vivía de sus tributos. Con igual argumento, puede darse el esperpento de que los habitantes de la zona más exclusiva de una ciudad se crean con derecho a una compensación adicional porque pagan mayores impuestos que los de la barriada más humilde.

La única anormalidad, en todo caso, de los datos publicados por el Gobierno es la de Euskadi y Navarra, que se han beneficiado en los últimos 30 años de un régimen de financiación -el foral- privilegiado. Apenas contribuyen, con su cupo, a las cargas generales del Estado y reciben generosas inversiones, con lo que vascos y navarros gozan de una sobrefinanciación el 60% superior al resto de los españoles. Quizá ahí está el problema: aunque no lo digan, algunas autonomías pretenden conseguir un tratamiento semejante.

Que las comunidades ricas quieran sacar pecho con las balanzas fiscales para invocar un supuesto maltrato respecto de las pobres sólo se entiende por el erróneo planteamiento de unas fuerzas políticas egoístas e insolidarias, por la irresponsabilidad del Gobierno central -prometió que apoyaría en el Parlamento cualquier Estatuto que saliera de Catalunya- y por el seguidismo de los gobiernos autonómicos socialistas que, como el gallego, hicieron la ola cuando Maragall defendió la viabilidad de una España asimétrica.

De aquellos polvos vienen estos lodos. El presidente catalán, José Montilla, se permitió decir en una cumbre autonómica: "Defiendo la solidaridad, pero no es razonable que los que dan más reciban menos", un concepto de la justicia social desconcertante en un socialista. Ahora la Xunta, previendo lo que se viene encima, intenta ganar, con buen criterio, en esta ocasión, aliados en el debate con propuestas favorables el entendimiento de las comunidades con independencia de que sean ricas o pobres.

Ni las ricas pueden considerarse esquilmadas ni las pobres podrán dejar de reconocer el esfuerzo que para con ellas hacen las comunidades que más aportan.

Ésta es la única interpretación que cabe hacer de las balanzas fiscales. Pero ahora no se da ni lo uno ni lo otro. Gobierno y autonomías van a abordar de inmediato la negociación de un nuevo sistema de financiación autonómica. Con la crisis galopante en la que ya estamos inmersos y estos precedentes va a resultar más difícil de cuadrar que el sudoku presupuestario de Solbes. Probablemente los ingresos de las autonomías han quedado desfasados por el espectacular aumento de la población y por los nuevos servicios de todo tipo que prestan. Pero para buscar fórmulas mejores y más justas de financiación no hay por qué poner en cuestión la solidaridad entre territorios ni muchos menos ahondar en una nueva grieta que los distancie. Ésa es la trampa en la que no podemos caer.