Acaba de afirmar sin que se le mueva una ceja el legendario atracador Jaime Giménez -alias El Solitario- que lo suyo no era asaltar bancos a mano armada, sino "expropiarlos" en nombre del pueblo. Este tipo hubiera tenido un gran futuro en la política: y no sólo por su probada habilidad para el robo.

Mucho más que eso, Giménez ha demostrado ante el juez que sabe usar con maestría el arte del eufemismo, don imprescindible para manejarse en el mundo de los negocios públicos. Si, por ejemplo, los gobernantes llaman "desaceleración" a una crisis, El Solitario no duda en bautizar como "expropiación" aquello que las simples gentes del común definen como atraco.

A imitación de buena parte de los políticos, Giménez exhibe también unas extraordinarias dotes para la demagogia, arte que -como es bien sabido- consiste en decir al pueblo lo que el pueblo quiere oír, aunque sea mentira. Conocedor de la mala fama de los banqueros -a los que incluso la Falange quería expropiar sus tiendas de venta de cuartos-, El Solitario no duda en buscar las simpatías del público bajo el viejo y falaz lema de que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

No es el único ni siquiera el pionero en esta técnica de vestir el delito como una especie de virtud. Mucho antes que el bandolero Giménez, la ETA había creado ya escuela en esta difícil astucia de cambiarle el nombre a las cosas para que signifiquen algo totalmente distinto de lo que en realidad son.

Obsérvese que en la peculiar jerga de los etarras un asesinato no es tal sino una mera "ejecución"; del mismo modo que un secuestro se traduce por "arresto", una extorsión por "impuesto revolucionario" y una matanza como la de Hipercor por una mera "acción" (o "ekintza", en eusquera). Por supuesto, lo que algunos reaccionarios llaman terrorismo no es sino una romántica variante de la "lucha armada".

Esa revolución de los significados y significantes del lenguaje ennoblece, como es natural, cualquier tipo de delito por grave que sea. Mejor les hubiera ido, un suponer, a los contrabandistas gallegos si además de contratar a legiones de respetabilísimos abogados para defender su causa, invirtiesen también una parte de sus capitales en hacerse con los servicios de un par de lingüistas.

Para empezar, nadie les llamaría contrabandistas, sino meros adelantados del libre comercio que en su día sentó los cimientos de la actual Unión Europea. Años e incluso décadas antes de que la UE suprimiese los aranceles entre sus Estados miembros, los empresarios gallegos del matute ya prescindían, efectivamente, de aduanas, fronteras y otras burocracias a la hora de importar su Winston de batea desde Bulgaria, vía Rotterdam. Y del mismo modo que El Solitario justifica los atracos -o "expropiaciones"- que llevó a cabo por su ideología "anarquista", los Oubiñas, Miñancos y Charlines bien podrían alegar que en su día lucharon contra el monopolio franquista de Tabacalera. Con gran éxito, por cierto, si se tiene en cuenta que el rubio de batea gozaba de mucha mayor demanda que el del Estado.

Dirán los más escépticos que por mucho que cambie el nombre de las cosas, en nada varía la sustancia de lo denominado, pero tal vez se equivoquen. En realidad, el lenguaje es un sutil instrumento que, bien utilizado, sirve para hacer que las palabras signifiquen lo que uno quiere que signifiquen.

Nadie lo sabe mejor que los políticos, gente acostumbrada a disfrazar como "crecimiento negativo" un descenso de la producción y a calificar de "reajuste" las subidas de precios. O a inventar incluso el ocurrente término de "acelerada desaceleración" cuando quieren aludir -con disimulo- a un agravamiento de la crisis.

Comparados con ellos, los atracadores, los etarras y los contrabandistas son unos pobres aprendices en el arte del eufemismo. Y así les va.

anxel@arrakis.es