Estos días se anuncia José Tomás en la plaza de toros de Pontevedra, que con tal motivo se llenará de habanos, atavíos y sangre. Hay cosas que, a pesar de los años y la modernidad, nunca cambian. Es más: se confunden. Ahora, por ejemplo, el esnobismo imperante en Madrid, la nueva intelectualidad ociosa y cierto periodismo bon vivant consagran a José Tomás como símbolo de viejos valores que uno creía enterrados en el monte, más o menos por el Valle de los Caídos. La Casta, la Verdad, la Raza, la Hondura. La Caspa, diríamos también. Hay una España tradicional que necesita, como un tejano las armas, con un japonés el rorcual, un torero y una viuda al que remitirse. Aunque lo de las viudas, ciertamente, ha caído en desgracia. La última viuda oficial española, bien entrada la democracia, fue Isabel Pantoja, grandes lagrimones y gran entierro aquel. A la Pantoja la devoró el urbanismo y ya no hay viudonas, pero el torero que se enfrenta a la Muerte, de tú a tú, con dos cojones y viva España, persiste. Los corifeos describen el ambiente en el tendido de sombra, donde refulgen los famosos de turno o el diputado, con los mismos epítetos con los que antes se describía la entrada del Caudillo. España, hey, es un núcleo inestable, con átomos en interacción débil, en los que el principio fundamental de la energía, a veces, se incumple. Hay costumbres, sí, que ni siquiera se transforman: permanecen. Y la Tauromaquia, siguiendo con los símiles energéticos, representa la onda cultural primigenia, como ese eco del Big Bang que todavía permanece en el espacio, y que los físicos llaman radiación cósmica de fondo. La sangre, el toro, la muerte. Cuando mis primeros pinitos periodísticos, en Madrid, tuve un jefe que en sus ratos libres se dedicaba a ser apoderado de Morenito de Maracay, y un día me regaló un par de entradas para verlo en Las Ventas. Aquella invitación reactivó en mí la radiación cósmica, el olor del rastro. Fui al Templo con un amigo, y nos sentamos, entusiasmados, en un entorno de entendidos donde brillaba el adjetivo sabroso y la sabiduría torera. Salió, por fin, el torero mulato de ceñidos atributos y gallardo andar, y luego llegó la sangre, y después más sangre, y más sangre, y el fervor se vino abajo como un castillo de naipes. El toreo, por entonces, parecía iniciar cierta decadencia, pero España se hizo rica y, como nueva rica, esnob. Hoy, la prensa madrileña se entrega al ritual con entusiasmo, los cronistas firman columnas preñadas de gloria, y el mito, cumplidor, se pasa la lengua por la comisura enrojecida con la sangre de la bestia. Vuelve el Hombre. Todo eso, más unos cubitos de Eurocopa, y ríase usted de la crisis-casi-recesión. Pena de una viuda, oiga, para adornar esta milenaria radiación cósmica de fondo, este persistente eco de nuestro primitivo y particular Big Bang.