Disfruta con tu lengua", dice el eslogan de tintes vagamente lascivos con el que las juventudes del partido conservador acaban de lanzar en Madrid una campaña a favor del castellano. Así a primera vista se diría que están fomentando más bien el uso del latín, habida cuenta de que los goces de la lengua suelen ir asociados a la fellatio y al cunnilingus: las dos felices variantes en las que se expresa el sexo oral. Pero no ha de ser eso.

Por fortuna, la lengua "amenazada" que defienden es el español y no el francés o el griego, idiomas cargados de connotaciones eróticas. El castellano, en cambio, es una lengua severa y algo calderoniana que no admite expresiones equivalentes a la de "hacer un francés" o propinarle a alguien un "griego" en salva sea la parte. Cierto es que los europeos llaman "mosca española" a la cantárida: un potente afrodisíaco muy popular en el mundo antes de la invención de la Viagra; pero eso es una mera anécdota sin mayor trascendencia.

Infelizmente, la de las Nuevas Generaciones del PP no es una campaña de promoción de la lujuria mediante el hábil uso de la lengua, como tal vez pudieran creer en su ingenuidad algunos rijosos. Lo que los jóvenes conservadores se proponen en realidad es defender a capa y espada el español, idioma proscrito -a su juicio- en determinados territorios autónomos de la Península donde, a mayores, se hablan o mascullan otras lenguas.

Tal sería el caso de Cataluña, el del País Vasco y el de la propia Galicia, donde al parecer el gallego avanza imperioso a costa de la perseguida lengua española. Ignora uno lo que pueda ocurrir en tierras vascas y catalanas, pero al menos en el caso de este reino del noroeste no les falta razón a los impulsores de la campaña.

Basta en efecto un breve paseo por cualquier calle céntrica de Vigo o A Coruña -las dos principales ciudades del país- para constatar, si uno aguza un poco el oído, que la mayor parte de los transeúntes utilizan el gallego siguiendo las órdenes e imposiciones de la Xunta. Puede que aún quede algún valeroso ciudadano que siga hablando en castellano a pesar de la despiadada persecución gubernamental, pero esa ha de ser la excepción necesaria para confirmar la regla.

El problema adquiere matices de particular gravedad en el caso de los jóvenes y no digamos ya en el de los niños. Apenas queda alguno que use el español en las relaciones con sus coleguillas, abducidos como están por la educación monolingüe en gallego y el uso masivo que las televisiones, las radios y los papeles del país hacen de la lengua de Rosalía, en detrimento de la castellana.

Engañados por la propaganda del Gobierno, puede que algunos o incluso muchos gallegos encuentren del todo exageradas las anteriores apreciaciones. Los más enajenados llegarán al extremo de pensar que el gallego -otrora mayoritario- ha pasado a ser un idioma de uso casi residual entre la gente moza hasta el punto de que sólo un improbable milagro podría salvarlo de la extinción.

Paradójicamente, es el cada día más grande predominio del castellano la razón que argumentan los paladines de esta lengua para exigir que su presencia sea (aún) mayor en las aulas. Y a su manera, quizá no les falte razón. No parece tener mucho sentido que los chavales hablen una lengua en casa y en la calle, y otra en el colegio.

Si algún culpable hay de que el gallego esté desapareciendo poco a poco, ese no es el Gobierno ni aun las atrabiliarias campañas a favor del español, sino los propios gallegos que -por la razón que sea- han dejado de transmitir a sus hijos la lengua que recibieron de sus padres. Contra esa dimisión de su patrimonio lingüístico que tantas gentes practican en este país no hay medida gubernamental que alcance. Y, por desgracia, los gallegos -tan apocados- no parecen estar por la labor de darle a la lengua. Otros lo hacen en su lugar, y con otro acento.

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