Cuarenta y cuatro años después de que España ganase frente a la Unión Soviética su primer trofeo oficial, otra selección con el revolucionario apodo de La Roja acaba de repetir aquella proeza balompédica de los tiempos del NO-DO. La gesta, ya de por sí notable, alcanza rango de prodigio si se tiene en cuenta que la victoria de los rojos ha obrado el singular efecto de desatar la euforia de todos -o casi todos- los nacionales de la Península sin distinción de ideologías. Definitivamente, el fútbol ha enterrado el espíritu de la guerra civil.

Para los jóvenes y no tan jóvenes a los que se ahorró la clase de Historia, convendrá explicar tal vez que el franquismo dividía a los españoles en "nacionales" y "rojos". En el primero de esos dos bandos militaban las gentes de orden e irreprochable conducta política certificada por la Guardia Civil, en tanto que el segundo reunía a un abigarrado grupo de republicanos, socialistas, comunistas, liberales, anarquistas, masones y "antipatriotas" en general.

Por una de esas curiosidades en las que abunda el fútbol, España consiguió su primer título frente al equipo de la Unión Soviética que allá por el remoto año 1964 representaba la quintaesencia del rojerío y la maldad. Rojo era su uniforme, roja su bandera y rojas las ideas del régimen que patrocinaba a aquella selección del demonio. Y para colmo, defendía su portería el legendario cancerbero Lev Yashin, un guardameta apodado "La araña negra" al que -entre otras astucias diabólicas- se le atribuía el don de desviar la trayectoria del balón con una simple mirada.

Ni Yashin ni todo el poderío atómico de la entonces pujante URSS bastaron, sin embargo, para evitar que España estrenase su primer título continental y el franquismo se colgase una medalla a costa del enemigo por excelencia. De hecho, el mismísimo Franco presidió la final de aquella Eurocopa desde el palco del Bernabeu, aun a riesgo de tener que entregarle el trofeo -si las cosas se torciesen- al capitán de una selección representativa del Eje del Mal.

No fue necesario que el "Caudillo" tuviese que pasar por ese trago que sin duda le habría costado el puesto al entonces ministro de Información Manuel Fraga, quien tanto insistió en persuadir al nada futbolero Franco para que acudiese al partido. La Roja -que en 1964 era la selección soviética- mordió el polvo bajo las botas del combinado español al que los gallegos aportaban curiosamente la cuota mayoritaria de jugadores. De hecho, los goles decisivos los marcaron dos coruñeses de nación como Amancio (frente a Hungría) y el ya histórico Marcelino, sin contar con que la figura de aquel equipo era Luis Suárez: único paisano nuestro que ha entrado con Balón de Oro en la leyenda del fútbol.

Dicen quienes se acuerdan de aquello que la selección del 64 se parecía bastante a la de ahora en su gusto por el juego de toque y la notable calidad técnica de la mayoría de sus jugadores. Los más memoriosos recuerdan incluso que la media de estatura del plantel -centímetro arriba o abajo- era equiparable a la del equipo que acaba de engordar el magro palmarés español con un segundo título oficial.

Seguimos siendo los más bajitos de cualquier competición, salvo -como es lógico- las de baloncesto, pero a cambio hemos crecido en otros aspectos acaso más relevantes. Ya nadie o casi nadie apela a la improductiva furia, ni al coraje, ni a la testosterona ni al racial "¡A mí, Sabino, que los arrollo!".

Bien al contrario, España parece haberse travestido con las alegres plumas del carnaval brasileiro gracias a una nueva leva de jugadores capaces de entender que el fútbol es sólo eso: un juego en el que uno puede y debe divertirse más allá de resultados, patrias y banderas. Quizá eso explique el raro y hasta ahora inédito portento de que una victoria de La Roja (y de los rojos) entusiasme a los nacionales. El fútbol hace milagros.

anxel@arrakis.es