Si el lector me ha seguido hasta aquí, convendrá conmigo en que lenguaje y derecho están estrechamente imbricados, y que ello es patente desde los albores mismos de su nacimiento, como también lo es en el habla popular, en la letra y en la voluntad de la ley y en momentos de revolución social y jurídica. Pero al margen de estas manifestaciones de admirable y vasta expresión, hay otra dimensión profesional del lenguaje, utillaje obligado y constante en la tarea diaria de jueces y abogados; es desde esta perspectiva, cercana e instrumental, desde la que quiero hacerme eco de la reciente aparición de un libro nacido de la preocupación por el uso del lenguaje en el oficio curial.

Proliferan en los últimos tiempos los libros de estilo. Algunos diarios de tirada nacional han elaborado el suyo propio. Igual fenómeno se produce ahora en el ámbito del foro. Al margen de trabajos diversos sobre lenguaje jurídico, están apareciendo libros de estilo dirigidos a los profesionales del derecho. Ya en el año 1993, el Ministerio para las Administraciones Públicas había editado un "Manual de estilo del lenguaje administrativo". Tiempo después, el Centro de Estudios Garrigues publica un libro de estilo, que va ya por su segunda edición (2006); lo acaba de hacer ahora el Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Encomiable decisión que, por necesaria, ha de ser bien recibida.

El libro está prologado por el anterior decano, Luis Martí Mingarro, quien, después de lamentar -y con razón- los frecuentes vicios del lenguaje de los escritos forenses, se muestra convencido de que una exposición clara y motivada ayuda mejor a la defensa de las causas ante los tribunales, enturbiada a veces por farragosos y confusos textos. Igual reproche puede hacerse -añado yo- a las sentencias; un renombrado civilista -Díez Picazo- escribió hace tiempo que la sentencia, como obra literaria, es una realidad decepcionante.

Tiene el prólogo el acierto de destacar dos aspectos fundamentales en la utilización del lenguaje por los abogados. El instrumental, que corresponde a la función razonadora y persuasiva; el normativo, que atañe al uso correcto del lenguaje, vertiente de la que se ocupa este libro de estilo. Ambos son de la máxima importancia; el primero de ellos, porque sirve a uno de los objetivos fundamentales de alegatos y sentencias. Su estructura y contenido constituyen la arquitectura del discurso jurídico, donde el lenguaje hace de argamasa. El segundo importa sobremanera porque la palabra es ropaje que no debe permitirse el desaliño, so pena de embastecer y deslucir el discurso; así lo merecen su destino y la condición profesional de quienes lo utilizan, pues deber - y arte - del jurista es decir clara y correctamente el derecho. No se trata de que del escrito forense debamos hacer pieza literaria -urgencias y apremios del trabajo diario lo impiden-, pero sí debemos imponernos la exigencia de su corrección sintáctica y pulcritud lingüística. Suele decirse que claridad, precisión y corrección, son tres virtudes de las que el texto jurídico debe adornarse. La observancia de este principio requiere de un mínimo esmero en el uso del lenguaje forense (y legal), tantas veces herido y maltratado por contravenciones de la gramática y del estilo: solecismos, profusión de frases inacabables, desorden lógico en la exposición, abuso de locuciones expletivas, redundancias anafóricas, perífrasis, a las que tan dado es el lenguaje curial, adiposidades estilísticas y nefastos vicios expresivos que solo una perezosa inercia mantiene.

Es necesario que las escuelas de formación práctica de jueces y abogados no se limiten a la meramente jurídica o legal que, con ser necesaria, será incompleta si no incluyen en sus programas un necesario ajuste lingüístico y de estilo. Y a quien parezca esta tarea impropia para la formación práctica de juristas, recordaré que con ello no hago sino señalar un mínimo necesario en materia de lenguaje, pues no faltan quienes, basándose en la afinidad discursiva entre literatura y derecho, van aún más allá en las propuestas docentes, y alientan al estudio de la interpretación literaria para mejorar la comprensión del derecho (Aarnio, Dworkin, Atienza).

Celebremos, con tan acertada iniciativa del Colegio de Abogados de Madrid, ese oportuno y renovado interés por el bien decir y el respeto a la palabra, y repudiemos la necedad del indiferente y desdeñoso con el lenguaje. Puesto que está tan íntimamente vinculado al fenómeno jurídico, hagamos un uso responsable del que es instrumento profesional de primer orden y demos a la palabra la importancia que se merece; dignificada así con nuestro respeto, se dignifica también el oficio.

Bienvenidos sean, pues, estos libros de estilo, manuales de urgencia que no son, entiéndase bien, la panacea ni deben agotar nuestra fuente de aprendizaje para el buen uso del lenguaje, pues otras más nutridas debemos frecuentar. Acudamos a todas ellas y que San Raimundo de Peñafort nos coja confesados de nuestras culpas lingüísticas y en paz con la palabra. Amén.