Los campeonatos europeos de fútbol para selecciones nacionales son una buena ocasión para que los periódicos entrevisten a las viejas glorias y estas establezcan las diferencias entre la forma de jugar de antes y la de ahora. Que no son tantas como parece porque los fundamentos del deporte son los mismos desde su invención, aunque haya cambiado mucho su influencia social, los sistemas de preparación, la tecnología aplicada al material de uso obligado (botas, ropa, balones, etc), y sobre todo la cantidad de dinero que se mueve en la contratación de los jugadores, capítulo en el que se ha pasado del amor al arte a un profesionalismo exacerbado. En un diario madrileño han entrevistado a Ignacio Eizaguirre, portero guipuzcoano que fue internacional por España en las décadas de los cuarenta y de los cincuenta. Hijo, a su vez, de otro portero internacional, Agustín Eizaguirre, que formó parte de los legendarios "héroes de Amberes". Iñaki lleva muy bien el peso de sus 87 años, aunque es un jovencito al lado de su colega gallego Rodrigo García Vizoso, al que yo he visto trotar a paso atlético con más de 95. Y no sólo acredita Eizaguirre buena memoria sino también un agudo juicio crítico y un sentido poético admirable. Al ser interrogado sobre la forma de actuar de los porteros modernos, dijo que estos no saben blocar bien el balón y prefieren despejarlo para no buscarse problemas. Además añadió esta reflexión sobre los guantes que utilizan sus colegas : "Tampoco entiendo lo de los guantes. ¿Te pondrías guantes para acariciar a una mujer? Un portero debe de tener tacto". La frase no tiene desperdicio, desprende un aroma de antañona galantería y resume la evolución del fútbol en estos últimos años con una sugerente metáfora. Comparar el tacto de la mano sobre el balón con el roce de la mano sobre la piel de una mujer es una hermosa declaración de amor al oficio. Aunque, quizás ya no tenga mucho sentido, porque los balones de cuero que atrapaba Eizaguirre en sus tiempos son ahora de material sintético, y el contacto con ellos ya no produce seguramente aquel goce sensual. De niño, lo vi jugar desde la grada infantil del antiguo estadio de Riazor. Ya no me acuerdo si la camiseta que defendía era la de la Real Sociedad, la del Osasuna o la del Valencia, porque en esos tres equipos estuvo. Era alto, ágil, elegante, tranquilo y se colocaba muy bien. En una de estas, el balón llegó por alto al área sobre un racimo de atacantes y defensores. Todos saltaron para alcanzarlo, pero enseguida surgieron unos brazos poderosos que lo atenazaron con soltura y lo mantuvieron alejado de la embestida de las cabezas hasta que el grupo se disolvió. Luego, recogió la gorra, que se le había caído al suelo, y despejó sin prisas la pelota. Yo empezaba a ir al fútbol y la exhibición me impresionó. Estos lances eran arriesgados porque entonces el portero no era intocable en el área y recibía fuertes embates de los delanteros. Todo evoluciona. Los balones ya no son de cuero y los guardametas no los atrapan con las manos desnudas. Querido maestro Eizaguirre: habría que ir pensando en la posibilidad de ponerse guantes para acariciar a esas mujeres remodeladas en silicona. Cuestión de tacto.