De modo que, cerrado -por ahora- el conflicto de los transportistas autónomos, quizá no sea mal momento para analizar l la causa de algunas de las cosas que ocurrieron y, de paso, unos cuantos de sus efectos, directos y colaterales. Y citar de forma especial, los daños que la ausencia de una legislación adecuada llega a producir no sólo sobre los derechos de los ciudadanos en general, sino también para los de quienes han reclamado los suyos desde posiciones de choque con la Administración.

Y es que, a estas alturas, no parece sensato, y por supuesto tampoco operativo, lanzarse como se lanzaron los transportistas, a un pulso en el que la correlación de fuerzas les era tan desfavorable que no tenía otra salida que intentar equilibrarla mediante la fuerza de los piquetes. Y eso, además de inútil, es injusto para quienes padecen la violencia, proporciona más motivo para la legítima represión policial y lleva a la opinión pública, y a mucha de la publicada, a aplaudir eso de la "tolerancia cero".

El primer dato a analizar es, pues, la imposibilidad de plantear un conflicto como el que acaba de ocurrir sin antes marcar unas reglas de juego que hagan aceptables algunos de sus daños pero que no se perciban como una imposición por la brava que hiera más que cure. Y unos autopatronos -y a la vez trabajadores- que han destruido bienes y propiedad de otros como ellos, y afectados por problemas muy parecidos, no podían ganar un pulso que, al final, era contra la sociedad más que contra el gobierno.

Claro que, como siempre, nadie tiene toda la razón ni acumula sólo errores y, más allá de los muchos que cometieron los convocantes del paro, el prevengan policial del Gobierno ha recordado acciones restrictivas que años atrás adoptaron otros gobiernos y que tanto criticaron entonces quienes ahora los imitan. Y con el silencio penoso de los sindicatos -cuya excusa, endeble, aludía a tópicos formales- que han mirado hacia otro lado a pesar de que sabían justo mucho de lo que se reivindicaba.

Los efectos colaterales serán varios y graves. El primero, la idea de que el gobierno, a la hora de la verdad y contra sus prédicas, prefiere el diálogo con los poderosos -desde las eléctricas a los bancos, pasando por la gran patronal del transporte- que con los más débiles, autónomo y/o medianos empresarios. El segundo, la sensación de que lo ocurrido desarticulará aún más un sector ya desvertebrado que, en Galicia, es hoy imprescindible. El tercero, en fin, la sospecha de que eso del talante no es más que una pose.

A partir de ahora lo que sea sonará, pero no parece que el sonido vaya a ser precisamente tranquilizador.

¿Eh?