Dicen que, el fútbol español está en quiebra económica pero la sentimentalidad que lo rodea va en aumento, y los rituales de celebración de triunfos y fracasos se extienden y mimetizan con la imprescindible colaboración de los medios. Hace unos días, la última jornada de la liga en Primera División se cerró con los ya habituales espectáculos de locura colectiva. En los estadios de los equipos que ganaron algún título, se clasificaron para disputar alguno de los tor- neos europeos, o simplemente se salvaron de descender, la masa de aficionados se lanzó al campo para llevarse a casa como recuerdo las camisetas, los pantalones, las medias, y hasta las botas de sus ídolos (una buena parte de ellos tuvo que huir de esa persecución entusiasta en calzoncillos) Y no contentos con la rapiña se apoderaron también de trozos de césped, redes de portería, banderines, almohadillas, y cualquier otra cosa que pudiera ser objeto de culto y especial devoción. En los estadios de los que descendieron, en cambio, vimos escenas de jóvenes llorosos, gente madura con las manos en la cabeza, futbolistas derrumbados sobre el terreno de juego, y directivos con la mirada perdida y el mismo aire de no saber a donde ir que tienen los jugadores arruinados a la salida del casino. Pero el ritual de efusiones báquicas no se detuvo ahí, y a renglón seguido se produjo una sucesión de actos de homenaje y reconocimiento a los héroes, con caravanas automovilísticas, paseos triunfales en autobuses descubiertos, baños en fuentes públicas, salidas al balcón de ayuntamientos y edificios institucionales, ofrendas a vírgenes, santos y patronos celestiales, banquetes, discursos, cohetes, petardos y trompetería variada. Todos los años igual y sin distinción de categorías, porque el protocolo vale lo mismo para el Real Madrid que para el Tudelano Club de Fútbol. La globalización de la moda requiere de esta clase de comportamientos idénticos. Los medios de comunicación podrían haber hecho algo para buscar un equilibrio sensato entre merecimientos y recompensas, pero en vez de eso contribuyen a crear un clima alternativo (y completamente artificial) de glorificaciones y tragedias. Cualquiera que se tome el trabajo de oír la radio, o ver la televisión, en la jornada última del campeonato se quedará impresionado del tono sucesivamente épico, jeremiaco, solemne, histérico, alegre, grave, y aún fúnebre, de los locutores y comentaristas. (Acompañar en el sentimiento a toda la audiencia al mismo tiempo requiere un registro vocal de cantante de ópera). Le he escuchado decir a uno de ellos que descender a Segunda es como caer en el infierno, y descender a Segunda B es como ser expulsado a las tinieblas exteriores. En definitiva, una condena sin posibilidad de expiación. De la Tercera ya no dijo nada porque esa categoría debe de ser la última palabra del credo. Pero lo peor no es que el equipo de fútbol de una ciudad baje o suba sino que, al parecer, es toda la población la que sufre el oprobio. "¡Arriba ese animo, hombre! -intentó consolar el conductor de un programa de radio al corresponsal de una ciudad cuyo equipo acababa de descender a Segunda- ¡ Sois una ciudad de Primera. El año que viene volvéis a subir!´´. "¡Dios te oiga!", replicó el otro con un hilo de voz.