Siempre me han fascinado esos joggers que, cinta en en la frente, corren como autistas por montes o ciudades en un peregrinaje sin destino, aislados en el sacrificio solitario de su energía. Se puede detener a un caballo desbocado -escribió Baudrillard- pero no a un jogger que corre, y parece cierto porque es muy difícil sacar a un corredor autista de su ensimismamiento. ¡Ah, la cultura del cuerpo! ¿No era Sabina quien cantaba eso de "los gimnasios están llenos, las librerías siguen vacías"? Si no es jogging será body building, cycling, aerobic, dietas, gimnasia de mantenimento o, en otro orden, peeling, lifting, tratamiento anticelulitis, bronceado... cualquier cosa de toda una diversidad mercantil de propuestas orientadas al ensañamiento con nuestro cuerpo, a la vigilancia neurótica de su masa orgánica.

Vivimos por un lado la incertidumbre de esa flexibilización laboral que tanto piden empresarios y políticos neoconservadores y que ahora la Unión Europea quiere respaldar con esa directiva que permite aumentar el número de horas semanales en el tajo, retrocediendo hacia una explotación salvaje y dinamitando el Derecho al Trabajo conquistado con sangre, sudor y lágrimas; por otro lado, vivimos una explotación voluntaria de nuestro físico, sometidos a un estado de "fitness generalizado" en busca de unos cánones corporales de moda. Una dictadura de la belleza que tiene sus dividendos comerciales y que se reproduce por todas partes, entre ellas en la estanterías de productos "light" de los supermercados.

Ayer, en el gran espejo del gimnasio que frecuento, vi de repente a un tipo que resultó ser uno mismo adosado a una máquina al lado de otros especímenes maduros haciendo movimientos mecánicos, compulsivos, repetitivos. Componíamos un cuadro enternecedor, como una cohorte de veteranos empeñada en el mito imposible de la eterna juventud. A otras horas coinciden allí jóvenes energuménicos empeñados en esculpir su cuerpo al modo del Discóbolo de Mirón. Tampoco vamos a dramatizarlo, siempre que entre los primeros no sea una obsesión presenil o, entre los segundos, vaya acompañado de una vigorexia, anorexia o bulimia. Cada cultura tiene sus patrones de belleza y, si los nuestros son inducidos por la industria, entre los tuaregs se valora a la mujer en función del número de michelines que consiga acumular en el vientre, igual que a las adolescentes de Papua Guinea les estiran los pechos para que tengan más posibilidades de casarse.

Más preocupante que la explotación de los cuerpos es la del trabajo. Si todo el pensamiento de aquel liberalismo en principio defensor de los derechos del individuo camina tan decididamente hacia atrás en esta etapa de la globalización no sé para que gastaron sus ideólogos tantas neuronas. Ahora la obsesión es recortar costes de mano de obra y de trabajo, diseñar nuevas leyes para disminuir el salario real, recortar seguros sociales y pensiones. No sé qué sentirían los liberales clásicos viendo a sus sucesores llamar globalización a lo que ayer era imperialismo y capitalismo; y viendo a los ministros de la UE intentando volver al siglo XIX con la implantación de la semana de 65 horas. Mal rayo les parta.