La Constitución establece que los partidos políticos son un cauce fundamental de la participación popular, una pieza esencial del ejercicio de la democracia por los ciudadanos. Para ello tienen que ser instituciones participativas en las que la soberanía radique en sus militantes. En la práctica, los partidos son organizaciones cerradas que se organizan por métodos de cooptación dirigidos por élites a las que sólo se puede acceder por un mecanismos grupal que dificulta extraordinariamente cualquier alternativa desde fuera del núcleo del poder.

Todos los partidos sufren feroces convulsiones en sus tránsitos de dirección. La UCD sencillamente se disolvió: paso del poder al ostracismo en una sola jornada como producto de las ambiciones de sus élites. El PP tuvo su primera sacudida en la sucesión de Manuel Fraga hasta la llegada de José María Aznar, que ejerció el mando con un rotundo cesarismo. El PCE nunca se remontó del todo de la dimisión de Santiago Carrillo. El PSOE de Felipe González atravesó un purgatorio con Joaquín Almunia y José Borrell hasta la eclosión del liderazgo de José Luis Rodríguez Zapatero.

Lo que está ocurriendo ahora en el PP se sale de todos los esquemas conocidos. La existencia de barones territoriales ha sido un síntoma de la apertura o debilidad -elijase la clasificación- del liderazgo de Mariano Rajoy. Las grandes agrupaciones del PP -Andalucía, Galicia, País Valenciano y Madrid- tienen la sartén por el mango y ocurre que no tienen intereses coincidentes. No está habiendo una batalla limpia por el poder y para definir un liderazgo, porque nadie quiere jugar más que sobre seguro. Los líderes, agazapados, esperan el desgaste de Rajoy mientras otros directamente lo promueven. Pero los militantes del PP no tienen noticia cierta de esas ambiciones transformadas en propuestas políticas, proyectos y candidaturas.

Es previsible que la crisis se cierre en falso y las navajas afiladas afloren cuando las circunstancias sean más propicias para quienes ahora se ocultan en la noche de las conspiraciones. El espectáculo es de todo menos edificante porque el comportamiento de estos barones es cualquier cosa menos reflejo de lo que la Constitución quiere que sean los partidos.