Luis Mariño y yo sólo teníamos en común ser tan desiguales. Eran distintas nuestra formación cultural y las compañías que solíamos frecuentar, su exquisito dandismo y mi sórdida manera de vivir, la facilidad que él tenía para rodearse de chicas cultas y lo bien que a mi se me daban aquellas fermentadas fulanas de los burdeles de las que a menudo sólo recordaba que se hubiesen dormido sentadas en pelotas sobre el sudor parmesano de mi rostro. Mientas Luis se había procurado una vasta erudición enciclopédica, yo me había limitado a escoger mis influencias vitales sin otro requisito intelectual que tener cierta garantía de no pillar ladillas. Él se perfumaba para las chicas a las que seducía; yo, en cambio, olía al mismo pescado uterino que las fulanas que me vendían su compañía y a veces me fingían con emocionante franqueza su afecto. No me importa reconocer que cuando di con él, Luis Mariño venía de fracasar por todo lo alto entre los exquisitos de la cultura y yo no había hecho otra cosa que tocar techo tendido boca abajo en la puta quilla del lodo. Fue como si en la evacuación de un hotel en llamas, el cliente más selecto y el mozo de carga se hubiesen encontrado disputándose la escalera de incendios. Todavía ahora me pregunto cómo pudo ser que cuajase nuestra amistad. A lo mejor es que la vida nos había convertido en dos ratas cuya única posibilidad de sobrevivir fuese sacar las manos y agarrarse al mismo queso envenenado. Él, trasnochaba; yo, también. No parecía mucho, pero, dadas las circunstancias, fue suficiente con eso. A veces nos caíamos de sueño, es cierto, ¿cómo negarlo?, pero vivíamos tan al límite de nuestras fuerzas, maldita sea, que evitábamos ir a cama por temor a que la muerte nos diese mal dormir. Puede que ni él ni yo no fuésemos hombres felices, pero me consta que ni siquiera el aburrimiento nos dejaba tiempo libre para pensar en ello tanto que pudiésemos correr el riesgo de resolverlo. Nos gustaban con locura las mujeres, incluso las que daban la impresión de mear de pie, pero nos relacionábamos con ellas con cierta dificultad, en su caso, porque ponía en conseguir su amor la misma pasión que iba a emplear al poco rato en perderlo, y en el mío, porque las cosas hermosas que tenía que decirle a una mujer para retenerla a mi lado, siempre se me ocurrían con motivo de haberla perdido. Aquello sí que era algo que Luis y yo teníamos en común: que contábamos por fracasos cada uno de nuestros éxitos. Nunca le pusimos remedio. La verdad es que tampoco nos preocupaba mucho ponérselo. Nuestra manera de entender la felicidad estaba a medio camino entre la angustiosa necesidad de disfrutar y el inquietante temor de conseguirlo. Cada vez que acompañaba de madrugada a Luis a su piso y le rendía el cansancio, no era necesario que me dijese nada sobre cómo tenía que comportarme. Ambos sabíamos que el que quedase despierto de los dos, se limitaría a velar por el simple descanso del otro, así, sin más, si acaso, haciendo lo justo para ahuyentarle la muerte sin espantarle el sueño. Luis ocupaba muy poco espacio en cama. Estaba demasiado delgado y la colcha parecía un sargazo enganchado en un arrecife de amianto. Si no fuese porque lo tuneaban los gestos y la ropa, sería invisible. Una madrugada me quedé mirándole y me pareció un muñeco al que le hubiese vaciado las vísceras la mano de su ventrílocuo. Al caer sobre su rostro, incluso la luz de la lámpara del techo le sentaba a la marroquinería de sus facciones como si fuese la garra amarilla de una luz de rapiña. Yo me sentaba a los pies de la cama y escuchaba llegar desde el salón el sublime fraseo tenor de Giuseppe Di Stéfano, la agridulce y desencantada dicción de Sinatra o el violonchelo de Jacqueline Du Pré, que sonaba deshuesado y sutil como una bisagra de vidrio con los goznes de agua. En invierno se escuchaban a veces calle abajo los pasos de un hombre tarareando en sueños con los pies el epitafio de sus pisadas. Una de aquellas noches Luis Mariño se despertó, miró a la chica que llevaba unos días viviendo con él y le dijo que se largase ya y que si podía salir por la fachada, mejor que no perdiese el tiempo intentándolo por las escaleras. Ella rompió a llorar y con el estribillo de su llanto concilió otra vez el sueño el cadáver mal enterrado de Luis Mariño. Entonces aquella chica sorbió juntos los mocos y los sollozos, echó dos bolsas vacías en otra bolsa también vacía y salimos juntos a la calle. Vimos amanecer en mi coche, acurrucados en un abrazo ceñido y caliente como un bolsillo. Como de costumbre, Luis Mariño resucitó al poco tiempo, se hizo el nudo de la corbata como si fuese un autógrafo y salió a la calle por la puerta de aquella bendita casa de la rúa Calderería a la que él y yo tantas noches habíamos entrado con la inefable sensación de colarnos en la "boite" del cementerio pasando por entre los muslos de una mujer a la que el hinchado torrezno del clítoris le impidiese juntar las piernas. Después cada uno hacía su trabajo. Nos reencontrábamos por la noche en "Rahid". Él, erudito, calmoso y elegante; yo, recién desenterrado. Decidíamos luego telefonear a Susana ... Susana Pose, el hada fiel, descreída y solidaria que teníamos en santa comandita, la única mujer, ¿cierto, Luis, colega?, la única mujer, sí, y acaso también el único motivo por el que te habría valido la pena sobrevivir en Compostela, aún a pesar de que la calle que te merecías se la dedicaron a cualquiera, y tu nombre, ¡Oh, Dios!, tu nombre, ¡menos mal!, tu nombre fue una suerte que esos mal nacidos no se lo pusiesen de tapadillo al cadáver de otro hombre.